
En la docencia actual, cada vez queda más claro que hay una dificultad que no termina de resolverse: la distancia entre la exigencia académica necesaria para formar profesionales competentes y la interpretación emocional que el estudiantado hace de esa exigencia. Contrario a lo que se cree, la firmeza pedagógica no es regaño y la flexibilidad no es complacencia.
Hoy cobra fuerza la idea de que aprender siempre debe ser cómodo y agradable cuando, en realidad, el aprendizaje de verdad casi siempre trae incomodidad, sobre todo el aprendizaje explícito, que demanda carga cognitiva y esfuerzos sostenidos.
Quienes impulsan la idea de que todo lo bueno debe ser fácil también “venden” que estudiar debería ser un camino corto, sin afrontar desafíos. Pero no es así como funciona el crecimiento.
La incomodidad es uno de los pasos naturales del aprendizaje profundo. Desde una perspectiva neuroeducativa, como explica Lucas Raspall, corresponde a la cuarta de las “diez etapas del aprendizaje”, que describen el recorrido emocional que atraviesa una persona al aprender algo nuevo.
En muchos espacios educativos, la palabra “incomodidad” casi no se quiere mencionar. Se instala la idea de que aprender debería sentirse siempre fácil y sin malestar. Pero esto no coincide ni con lo que sabemos desde la pedagogía ni con lo que muestra la neurociencia: para aprender de verdad, algo dentro de nosotros tiene que moverse, y ese movimiento suele incomodar.
El cerebro no cambia cuando todo está cómodo. Cambia cuando algo nos hace detenernos, cuestionarnos, reorganizar lo que sabemos. La incomodidad es un aviso de que el cerebro deja de hacer lo de siempre para aprender algo nuevo.
Por otro lado, aprender implica abandonar certezas. Desde Vygotsky, sabemos que se aprende cuando ya no basta con lo que se sabe y se necesita la guía de alguien más. A veces debemos revisar lo que dábamos por hecho y aceptar que lo que sabíamos ya no alcanza. Ese momento en que algo “se nos mueve” –una frase, un concepto, una explicación– puede incomodar. Pero es entonces cuando empezamos a crecer y a ampliar nuestra manera de pensar.
La neurociencia confirma algo que la pedagogía adelantaba: aprendemos gracias al error bien gestionado. Cuando algo no sale como esperamos, el cerebro puede reorganizarse. No hay aprendizaje sin desafío, y todo desafío trae incomodidad.
En la cultura educativa ha proliferado una idea peligrosa: que el “buen trato” consiste en evitar tensiones. Nel Noddings recuerda que existe una diferencia entre el cuidado complaciente y el cuidado auténtico. El primero evita la confrontación para no generar malestar, pero sacrifica la oportunidad de crecimiento. El segundo sostiene la incomodidad necesaria para que el estudiante se descubra.
En su sentido etimológico, “educar” significa sacar de adentro. Y eso no siempre es cómodo. Una educación que nunca incomoda corre el riesgo de convertirse en entretenimiento: agradable, sí, pero superficial.
A menudo se habla de promover el pensamiento crítico y ético desde la escuela, pero algo no estamos haciendo bien, porque está cada vez más ausente. Según Kohlberg, las etapas superiores del razonamiento moral emergen cuando se enfrentan dilemas que desafían la propia visión del mundo. Como ha señalado el rector de la UNA, Jorge Herrera, no hay transformación educativa sin fortalecer la profesión docente y decidir con base en la evidencia.
La vida profesional futura –especialmente en educación– demanda aprender a leer la complejidad. No preparar a los estudiantes universitarios para ese mundo, solo por sostener una armonía ilusoria, es una forma de desprotección. La formación inicial debiera ser el espacio donde se desarrolle un criterio socio-crítico y la capacidad de leer la complejidad pedagógica. Si eso no ocurre antes, será tarde, porque al entrar al aula, ya somos los referentes.
Como describe Sarah-Jayne Blakemore, los jóvenes adultos experimentan una intensidad particular ante la evaluación social debido al desarrollo tardío de sistemas vinculados con la autorregulación, lo que hace que tiendan a interpretar la exigencia académica como un ataque personal o como una carga desproporcionada, en lugar de verla como parte del proceso formativo.
Incluso desde una perspectiva espiritual, la incomodidad tiene un sentido formativo profundo. Aceptarla como parte del camino no nos vuelve más duros, sino más profundos; no menos humanos, sino más capaces de sostener la humanidad de otros. Porque vender caminos cortos no forma; engaña. Y en educación, engañar es fallar en lo esencial.
lia.anchia@gmail.com
Lía Mayela Anchía Angulo es máster en Trastornos del Aprendizaje con Énfasis Neurológico y máster en Administración Educativa. Es profesora de la División de Educación Básica del Centro de Investigación y Docencia en Educación (CIDE), de la Universidad Nacional (UNA).