A principios del siglo XX, en las dimensiones subatómicas, debido al desarrollo de la mecánica cuántica, las ciencias experimentales daban tumbos en torno a los dados con los que tenía prohibido jugar Dios.
Por su parte, los matemáticos debatían acaloradamente sobre cuáles eran los fundamentos rigurosos en los que descansaba su más preciado refugio epistemológico: la demostración.
A este período se le conoce en la historia de las matemáticas como la “crisis de los fundamentos”. Estas discusiones involucraron a las mentes más preclaras de aquella época: Hilbert, Brouwer, Frege, Russell, von Neumann, Turing y, el pináculo del pensamiento lógico moderno, el checo Kurt Gödel, quien zanjó la discusión con sus trabajos científicos sobre el método axiomático a comienzos de los años treinta de ese siglo.
Fue por esa época cuando el matemático francés Émile Borel definió e investigó el concepto de número normal. Un número se llama normal si su expansión decimal se rige por una distribución de probabilidad uniforme, es decir, si sus dígitos decimales se comportan estadísticamente como si fueran generados al azar.
Curiosamente, Borel logró demostrar la infinitud de los números normales, es decir, que el listado de números normales “nunca termina”. Sin embargo, paradójicamente, hasta 1909 no se conocía ningún ejemplo concreto de número normal, aunque muchos conjeturaban que la “mayoría” de los números lo eran. ¡Pero conjeturar no es sinónimo de prueba!
Desde la antigüedad, a este tipo de demostraciones matemáticas se les denomina demostraciones indirectas (o pruebas por reductio ad absurdum). En el caso de la infinitud de los números normales, podríamos decir que Borel, más que demostrar que había una infinitud de estos números, demostró que esa infinitud de números “no podía no existir”.
Lo cierto es que, históricamente, los matemáticos habían recurrido a este tipo de argumentación dado el contexto en que se iban planteando los problemas. Con ayuda del método indirecto, al igual que Borel, Euclides demostró rigurosamente la infinitud de los números primos. También, un discípulo de Pitágoras llamado Hipaso de Metaponto demostró la irracionalidad numérica de ciertas razones llamadas magnitudes inconmensurables.
Sin embargo, en vista del ambiente caldeado de la época sobre la ya mencionada crisis de los fundamentos, surgieron muchas interrogantes al respecto: ¿podemos admitir que se hable de propiedades u objetos de los cuales no se puede mostrar ni siquiera un ejemplo? ¿Es válida esta argumentación? Y, dada esta aparente paradoja, ¿debemos desconfiar en general de estas demostraciones indirectas?
Lo curioso es que esa forma discursiva pasó a formar parte del inconsciente colectivo occidental, puesto que en muchas ocasiones se recurre a este tipo de argumentación como forma retórica. Pero para dar por demostrada una aseveración, ¿sería válido, en cualquier contexto, usar el argumento indirecto “tiene que darse esta relación entre estos entes porque no puede ser que no sea así”?
Veamos un ejemplo reciente en nuestro país. Hace algunos meses, la ministra de la Presidencia, Laura Fernández, denunció públicamente que la Contraloría General de la República (CGR) “cogobierna” (habría que decir mejor “administra junto a”) el Estado costarricense, argumentando que era posible incluso llevar un control cruzado diario (o bitácora) de estos hechos.
Al ser interrogada por la Sala Constitucional sobre el fundamento de tal denuncia, la ministra no pudo demostrar documentalmente su peligrosa aseveración y se limitó a apelar a nociones “figurativas” en su uso (léase, “sin mediar demostración racional alguna”), recurriendo temerariamente en su exposición a argumentos de tipo indirecto: “Esto es así porque es evidente que así sea; no podría ser que esta relación no se dé”.
Evidentemente, esta postura es a todas luces falaz, pues, si bien es cierto que la afirmación no es una contradicción stricto sensu, su exposición conduce a un tipo común de falacia argumentativa conocida como ad ignorantiam.
Esta falacia informal parte del hecho de que, dado que no se tienen pruebas contundentes para demostrar lo contrario (que la CGR no cogobierna el Estado), entonces la conjetura inicialmente enunciada debe ser lo verdadero (que la CGR sí cogobierna). No obstante, insisto: ¡conjeturar no es sinónimo de prueba!
Lo peor de todo es que, en su respuesta a la Sala Constitucional, la misma ministra reconoce que carece de la información necesaria (La Nación, 9/1/25). Es decir, acepta no tener evidencias. La débil fuerza del argumento indirecto empleado para dar contenido sólido a su denuncia sobre el cogobierno de la CGR pasa entonces a ser el equivalente estéril de discutir cuántos elementos distintos posee el conjunto vacío o sobre el viejo problema de la escolástica medieval en torno a cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler.
No puede ser que un funcionario de su investidura juegue al “vacilón” con los ciudadanos costarricenses, sosteniendo una cosa hoy y desdiciéndose luego, aduciendo, como el Chapulín Colorado, que lo que dijo aquel día “fue sin querer queriendo”.
Así, desde todo punto de vista, la ministra debe tener la hidalguía de asumir las consecuencias éticas y jurídicas de lo aseverado en su denuncia, o mejor dicho, de lo no demostrado.
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Francisco Barrientos Barrientos es profesor de Matemáticas.