Fue una indígena maya, vendedora de naranjas, quien me dio una de las mejores explicaciones sobre Dios que he escuchado en mi vida.
Ocurrió en los últimos días de octubre de 1992, cuando visité Antigua, Guatemala, para participar en un seminario-taller de redacción periodística avanzada organizado por el Programa Centroamericano de Periodismo de la Universidad Internacional de la Florida.
La capacitación tuvo lugar en un hotel donde con frecuencia se escuchaba música de marimba y cuyos pasillos y jardines olían a tortillas palmeadas.
Durante las mañanas, asistíamos a clases y por las tardes actuábamos como reporteros en busca de temas que podrían resultar interesantes para los lectores de un imaginario periódico de circulación centroamericana.
Fue así como me di cuenta de que en esa ciudad colonial vecina de los volcanes Acatenango, Agua y Fuego, tuvo lugar un hecho histórico de que de alguna manera replicó, a pequeña escala, la reforma protestante de Martín Lutero.
Resulta que luego de varios siglos de predominio católico, en 1951 la Iglesia luterana rompió esa supremacía religiosa, causando un cisma entre los fieles de la comunidad.
A partir de esa apertura, se instalaron, a lo largo de los años, otras congregaciones; entre otras, evangélicos, protestantes, adventistas, mormones y testigos de Jehová.
Mis profesores (un estadounidense, una chilena y una argentina) me dieron el visto bueno para trabajar ese tema, por lo que cada tarde gastaba suelas y fortalecía mi corazón recorriendo esa ciudad en la que los conquistadores españoles se propusieron construir 365 templos para adorar a Dios en uno diferente cada día. Los terremotos frenaron aquellos planes.
Entrevisté a decenas de líderes de distintas religiones; algunos de ellos sumamente complacidos y respetuosos de la diversidad teológica, pero algunos rabiosos por considerar que su fe era la única y verdadera.
Dictador y pastor protestante
No faltaron algunos representantes de distintas congregaciones que me ordenaron salir de sus oficinas, argumentando que mis preguntas eran heréticas e irreverentes.
Afortunadamente, en la mayoría de los casos, encontré a personas de criterio amplio.
Me atendió incluso una familiar cercana del general Efraín Ríos Montt, quien fue dictador y pastor protestante en Guatemala. A lo largo de toda la entrevista, la noté nerviosa; antes de responder cada pregunta, pensaba, miraba a su alrededor y se frotaba las manos. No me sorprendió que al final me pidiera no revelar su identidad en el reportaje que escribiría como trabajo final del curso.
Agonizaba ese mes de octubre cuando decidí no hacer más entrevistas ni escarbar en archivos históricos. “Con lo que tengo es suficiente; ahora, a sentarme a redactar”, me dije.
Pero antes de empezar a escribir en una vieja máquina Olympia que aún conservo en casa, tenía que hacer una pausa y ordenar mis ideas.
Para ello, elegí el parque Central de Antigua. Me senté en un poyo con libreta y pluma fuente en mano a esbozar la estructura del texto.
En eso estaba cuando reparé en una indígena maya que vendía naranjas en una esquina diagonal al parque. Caminé hasta su carretón de madera pintado de rojo, le pedí una naranja y entablé conversación con tacto, debido a su evidente timidez y recato.
Llegó el instante en que la pregunta que tenía atorada en el cuello como taco de algodón, salió disparada: “Dígame una cosa, ¿qué piensa sobre la divinidad una mujer maya, cuyos ancestros adoraban a dioses de la naturaleza, la vida y la muerte, los cuales luego fueron desplazados por los dioses cristianos, y que ahora vive en una ciudad donde hay tantas religiones diferentes? ¿Le preocupa o molesta eso?”.
“Para nada”, me respondió mirando hacia abajo; no me molesta. Es que vea, Dios es como el sol; no importa el rayo que usted escoja para calentarse porque se trata del mismo Dios”.
La respuesta me dejó mudo. Solo pude decirle gracias y marcharme a mi habitación para comenzar a mecanografiar mi reporte final con esa anécdota.
José David Guevara Muñoz es periodista.
