
Odio los relojes. No importa si son de pared, de pulsera, smartwatch, de cucú o de torre de iglesia. Los odio.
Odio las horas de llegada, los términos y condiciones. Y además, siento una gran empatía con Cenicienta, pues cuando se le presentó la oportunidad de ir al baile como una princesa de “moda americana” (nada de lo que llevaba era de marca: ayote por carroza, ratones por caballos, cortinas por vestido y caites por zapatillas de cristal), le asignaron una maldita hora de llegada: 12 en punto, lo que le impidió disfrutar de su noche mágica.
Cuando yo tenía 18 o 19 años, trabajaba como una mula. De 7 a 1 en un colegio. De 1 a 6 estudiaba en la universidad. Y de 7 a 12 medianoche laboraba como locutora en la radio Nacional, en un programa que se llamaba Hacia el centro de la noche. ¡Cómo amé ese tiempo!
Tenía compañeros que se convirtieron en mis hermanos y que adoro todavía. Allí tuve mentores maravillosos; toda una escuela de manejo de la voz y del medio.
Yo era la “carajilla” de la manada. Todos me llevaban los años suficientes como para que mi mama se preocupara del ambiente en que me desenvolvía, pero el salario se necesitaba, y yo, con tal de poner en práctica lo que iba aprendiendo en la ‘U’, era como un zaguate al que le abren la puerta. Era tan feliz... casi que movía la cola en cuanto comenzaba el programa.
Mis compañeros de cabina, el controlista, el productor y yo conformábamos la familia nocturna. Éramos los vampiros, los pálidos y ojerosos, los bohemios, los góticos, los que nadie veía durante el día.
Pero mi mama, con sus principios catoliquísimos, se encargaba de que yo no fuera de la tropa. Pensaba que una muchacha de familia no debía llegar a su casa a la 1 de la mañana, de lunes a domingo. Pero, ni modo, el salario se necesitaba.
Cuando pagaban la quincena, todos en la radio se desaparecían. A mí se me hacía la boca agua cuando oía a mis compañeros diciendo que irían a “echarse unas canitas” y escucharlos al día siguiente contando sus andanzas. Era como ir a ver comer helados.
A menudo me preguntaban por qué nunca iba con ellos y les contestaba siempre lo mismo: “Mamá no me deja”. Y hasta ahí. No insistían, pero seguían con sus salidas carnavalescas.
Un día en que yo expresé un tímido “¡qué dichosos!”, conmovidos por mi desgracia, preguntaron por qué no le pedía permiso a mi carcelera para la siguiente quincena. Comeríamos pizza y me dejarían en casa temprano, con sumo respeto a las reglas.
Y empecé a ensayar el discurso para que mi madre me otorgara el salvoconducto. De un rotundo “¡no!“, pasamos a un tibio ”tal vez". Cuando me dio el anhelado “sí”, estaba condicionado a cláusulas infranqueables, de esas en letra chiquita y que se firman con sangre.
1) Debía llegar antes de la 1 a. m. 2) Cuidado con oler a cerveza u otra bebida espirituosa. 3) Se revisaría detalladamente mi compostura con detector de metales y otros pitos, porque ella no confiaba en esa recua de “pachucos” con los que yo trabajaba. 4) Y era esa la única vez en que el permiso sería concedido.
Yo, por supuesto, ejercí mi derecho de réplica. 1) Pero, mamá, si yo salgo a las 12, ¿cómo voy a llegar a la 1 de la mañana? Mínimo a las dos y media, mientras salimos, comemos y llegamos. 2) Es una simple pizza; a lo más, una “birrita” para no desentonar. 3) ¿Compostura? Pero si yo era prácticamente la quinta hija de Bernarda Alba. 4) Acepté sin chistar esa última condición para no entrar en conflicto.
Nos dimos la mano y les avisé a mis compañeros. ¡Ni para qué les cuento como fueron los siguientes días! Yo no paraba de soñar. Mi corazón estaba agradecido y emocionado. Imaginaba la noche como un inmenso parque de diversiones.
El día de la salida, me puse mi mejor atuendo, aunque no tan vistoso como para que mamá cambiara de opinión, ni tan casual que pareciera que iba a la Feria del Agricultor.
Mis compañeros, felices, como si fueran mis hermanos mayores, me dijeron que al terminar el programa, saldríamos directo a La Escala, una pizzería que había en El Pueblo, centro de diversión de moda. Y al terminar, “calabaza, calabaza”, para no desatar la ira de los dioses.
Y así fue. Llegamos a El Pueblo. Un mantel de cuadros rojos y blancos nos llevó a Italia. El menú: pizza familiar y un pichel de cerveza cruda con derecho a refill.
Disimuladamente, consultaba mi relojillo Casio, tan ninguneado por Shakira, pero que era un lujo en aquel entonces. El tiempo, generoso, se alargaba para que yo disfrutara mi iniciación en la bohemia.
A la 1:50 a. m. pedimos la cuenta. Serenos y satisfechos, empezamos a bajar las gradas. Alfonso llevaba las llaves del carro en la mano. Beto tenía un palillo de dientes en la comisura de la boca y Adalberto, con su mano en mi hombro, me decía: ¿Ves qué bonito la pasamos?
Pero el diablo es puerco.
Sí. No es broma. En medio de las calles coloniales, se oían carcajadas, un piano, música trova, todo envuelto en humo de cigarrillos y olor a vino tinto.
Cuando pasamos frente al Flá Flá, el bar de donde salía todo aquello, mis amigos me volvieron a ver con cara de perro, y a coro dijeron: “¿un zarpecito?“.
Y yo, sin saber que el tiempo real de un zarpe puede ser muy subjetivo, no me opuse. Entramos, ordenamos, reímos y cantamos. El ambiente era maravilloso y yo me sentía como pato en el agua. Aquello era lo mío.
Cuando le pregunté al Pocho la hora porque, en la oscuridad de aquel antro, no veía mi reloj, sus ojos se desorbitaron: ¡las 5 de la mañana! ¡Era la hora de mi muerte!
Aterrorizados, pagamos y subimos al carro sin hablar. Cada panadero y cada lechero que nos topábamos de camino marcaba mi sentencia.
Al llegar a la esquina de casa, vimos a mamá como Martín Fierro, envuelta en un poncho. Me estaba esperando en el corredor desde las 2 de la mañana. El rostro de Tlaloc, el dios azteca de la guerra, era más amable que el suyo.
Mis casi hermanos mayores se transformaron en improvisados Judas, pues me dejaron allí, sola, frente a Úrsula, la de la Sirenita. Y, por supuesto, mamá sacó su colección de regaños. Solo recuerdo que me quedé dormida en medio de sus reclamos y que no me habló en una semana.
Por eso odio los relojes, pero me encanta la noche. Odio las cláusulas, pero amo y extraño a mi mama, que me cantó hasta de lo que iba a morir aquella Noche Inolvidable, como diría Ricardo Mora. Sé lo que sintió Cenicienta cuando el reloj dio la última campanada.
Un risueño “¿cómo te fue?” fue todo lo que preguntaron mis compas el lunes, a sabiendas de que la trapeada había sido épica.
Y como nadie nos quita lo “bailao”, cada vez que oigo a Sabina con su tema “Y nos dieron las diez…”, canto mi propia versión, muerta de risa: “Y nos dieron las dos y las tres, las cuatro y las cinco y ya casi las seis, y asustados al amanecer, nos sorprendió mi mama”.
Porque aunque prometí con mi mano derecha levantada que aquella sería mi primera y mi última salida nocturna, volví de madrugada muchísimas veces y lo volvería a hacer hasta mi último suspiro.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.
