
La tendencia muy natural y primaria del ser humano a ver cosas que le resulten familiares donde no las hay se manifiesta en variados ámbitos de nuestras vidas.
Los canarios, por ejemplo, aseguran ver caras demoníacas o figuras y rostros, casi siempre malévolos, en las nubes de gas y vapor que emanan del volcán de Cumbre Vieja. Ver siluetas femeninas en el perfil de las montañas mexicanas, caras en la luna o cucharas, pirámides y rostros en el paisaje marciano, no son más que pareidolias, un reflejo de nuestro primitivo deseo de claridad en las cosas y las formas.
Así, caprichos de la erosión marciana actuando a lo largo de cientos de millones de años sobre las rocas del desolado planeta o el ángulo o punto de vista con que se miren determinadas formas del relieve, de las nubes o del bosque nos hacen ver conejos, coliflores, duendes y formas antropogénicas que no son más que el resultado de nuestro subconsciente primigenio actuando como mecanismo de defensa ante lo desconocido.
De no ser así nuestra naturaleza humana, posiblemente no habríamos sobrevivido al acecho de las fieras en aquellas épocas remotas cuando aún éramos plato del menú cotidiano en la cadena alimentaria y nos era necesario identificar al tigre camuflado entre la maleza.
Basta con que alguien diga que vio un fantasma en el sanatorio Durán para que cada vez que lo visitemos veamos sombras tras las ventanas y oigamos sonidos y ruidos guturales del otro mundo; igualmente, velos de novias en las cascadas.
Por alguna desconocida razón, además de las ánimas en pena, también se hacen fantasmas sus ropas. Nunca he sabido de un fantasma que vague desnudo por casas abandonadas o por oscuros cementerios.
La pareidolia en las mentes de nuestros ancestros es entendible, porque carecían de la explicación necesaria para ciertos fenómenos de la naturaleza que ahora conocemos más o menos bien.
Así, los dioses de la antigüedad eran los culpables o la razón de la lluvia o la sequía, de las estrellas, de la aparición ocasional o intermitente de cometas, de las fases de la luna, de los temblores y de los volcanes.
La mujer dormida, o Iztaccíhuatl, explicaba aceptablemente la forma del perfil de la montaña para los aztecas, y las lavas volcánicas, explicadas como fuegos del averno, también eran razonables en los oscuros medioevos de nuestra historia.
Pero que en pleno siglo XXI, en la época más tecnológica y científica que ha conocido la humanidad, se diga que en algún lugar de Rusia hay alguien o algo esperando que nos vacunemos para espiarnos, que hay una conspiración de las compañías farmacéuticas no sé con qué propósito, más allá de la inevitable y lógica ganancia que les produce la vacuna (¿o la queríamos gratis?), me resulta una análoga pareidolia.
¿Cuál es el propósito que puede existir detrás del espionaje ruso de cada ciudadano o hijo de vecino en Costa Rica o en Namibia o en Lombardía? ¿Qué creen que pretenden? Pues la razón y la explicación son claras: nada.
Recuerden que cuando niños nos vacunan, y por dicha nos seguirán vacunando contra cuanta peste asuele a la humanidad, sarampión, viruela, polio, fiebre amarilla.
Todos los niños costarricenses —creo— recibimos y reciben sus dosis de vacunas, y hasta ahora nadie había salido con tanto cuento chino. La pareidolia que veo en nuestro futuro, si no nos vacunamos todos, es la bestia de la espantosa muerte de conciudadanos debido a la inconsciencia de algunos pocos.
Recuerden: el virus llegó a Costa Rica por una persona. Una sola persona contagiada bastó para generar una pandemia que ya costó la vida a unos 5.000 costarricenses, y si queda solo uno sin vacunar, bastará para que no cese este oscuro episodio de nuestra historia.
Como siempre, y como ya he oído muchas veces, la pareidolia los conducirá a sostener que me pagan por decir estas cosas, que seguramente soy socio de alguna compañía farmacéutica (ojalá así fuera), que estoy confabulado con la mafia rusa para espiar a la gente o que soy primo de Bill Gates y tengo negocios con los fabricantes de nanochips.
La verdad, no me importa. Solo quiero que mis hijos y mis nietos no tengan que sufrir las consecuencias de la más exacerbada ignorancia de unos pocos.
El autor es geólogo.