Hace unos 250 millones de años, potentes e intensas erupciones volcánicas en lo que hoy es la meseta siberiana produjeron el derrame de kilómetros cúbicos de lava e inconmensurables cantidades de gases tóxicos y de efecto invernadero hacia la atmósfera.
La actividad volcánica duró probablemente algunos cientos de años, y su efecto más grave fue la extinción masiva de casi todas las especies de plantas y animales que había sobre la tierra durante la era Paleozoica.
En esa época no existían los mamíferos ni las plantas con flores. Los animales dominantes eran algunos anfibios, peces con exoesqueleto, braquiópodos y los sempiternos sobrevivientes supremos: tiburones y cucarachas.
El planeta, o más bien la vida sobre este, tardó varios millones de años en retornar, pero nunca volvió a evolucionar en las mismas especies o formas de vida existentes antes de la extinción en el Pérmico.
La vida en la era Mesozoica fue totalmente distinta. A pesar de que los animales, al igual que sus similares paleozoicos tenían dos ojos y una boca, comían, depredaban, defecaban, caminaban, nadaban, respiraban, se reproducían sexualmente, eran formas de vida esencialmente distintas.
Surgió la sangre caliente, campearon los grandes saurios, bosques gigantes cubrieron el planeta y a veces fueron sustituidos por extensos desiertos o por selvas tropicales que llenaron de vida cada rincón, incluida la Antártida.
Pero como nada dura para siempre, hará unos 65 millones de años todo se acabó para la vida que había poblado la tierra durante más de 200 millones de años y, curiosamente, aunque hubo suficiente tiempo para que esto ocurriera, no surgió la inteligencia como la conocemos.
Entonces, un asteroide de unos 10 kilómetros de ancho impactó con violencia en lo que ahora es el extremo norte de la península de Yucatán, y se acabó la mayor parte de la vida mesozoica.
Después de esta hecatombe global, sobrevivieron algunas plantas que luego produjeron flores y frutos, los consabidos tiburones y cucarachas, y unos pocos animales raros de sangre caliente que se alimentaban de leche materna y vivían ocultos en guaridas subterráneas.
Fueron necesarios otros cuantos millones de años de la época Paleocena para que nuevamente la vida prosperara en el planeta, y las especies que surgieron y se desarrollaron fueron sustancialmente distintas a las del Mesozoico.
La historia enseña que a cada extinción masiva global le sigue el surgimiento de especies que mantienen algunas características de sus antecesoras, pero que, en esencia, son distintas.
No solo ha habido dos extinciones masivas en la historia geológica del planeta, esto se ha repetido decenas de veces con mayor o menor intensidad; sin embargo, cada época de la historia geológica que ha sido clasificada está precedida por un evento de extinción masiva.
La era en que vivimos tuvo la muy especial característica de que casualmente apareció la inteligencia, el estado de consciencia del ser, la capacidad de superar al medioambiente para sobrevivir y la capacidad de producir su propia extinción, como si esto último fuera una condición esencial en la vida misma.
Existe el riesgo de estar a las puertas de un acontecimiento de extinción masiva casi sin precedentes, de intensidad similar a las mayores catástrofes geológicas de la historia, a la que nos conduce la estupidez y la inconmensurable capacidad del ser humano para despreciar la vida.
Si ocurriera una catástrofe de esa magnitud, si se desata una conflagración nuclear, el resultado será la terminación de la mayoría de las especies de plantas y animales, incluidas la humanidad y su inteligencia.
Posiblemente, como ha sido siempre, sobrevivirán las cucarachas y los tiburones. De ser así, quizá, dentro de algunos millones de años, surgirá de nuevo la vida, a saber en qué formas. No es seguro ni probable que vuelva a aparecer la inteligencia en alguna o varias de las especies dominantes en una era geológica posnuclear.
Tal vez sea mejor que sea así, que no haya otra vez “inteligencia” que se transforme lenta, pero inexorablemente, en estupidez, y que lleve al planeta a un ciclo interminable de vida y muerte hasta que Dios quiera.
El autor es geólogo, consultor privado en hidrogeología y geotecnia desde hace 40 años. Ha publicado artículos en la Revista Geológica de América Central y en la del Instituto Panamericano de Geografía e Historia (IPGH).