Después de interminables años de espera, los diputados discuten dos proyectos sobre su propio régimen de responsabilidad por violaciones al deber de probidad y la pérdida de la curul.
Si bien es una buena noticia, conviene estar atentos y leer la letra menuda, porque proyectos como estos, además de poner reglas a los legisladores, por arte de magia incluyen modificaciones a otras leyes.
Por ejemplo, plantean reformar la ley contra la corrupción y el enriquecimiento ilícito para que se consideren faltas administrativas las conductas contrarias a los códigos de ética, lo que se aplicaría a todos los funcionarios, no solo a los diputados.
El problema radica en que los códigos de ética nunca han sido documentos de orden disciplinario, por lo que tal modificación a la ley es tan insensata como que en un hospital se impongan sanciones por irrespetar las normas de conducta de un libro sobre alimentación saludable.
Hablar de normas que regulan la ética es como hablar de aquellas que regulan el pensamiento crítico. Imagine una ley que diga “todas las personas deberán pensar de forma crítica a la hora de ejercer sus funciones”. ¿Logra que la gente sea más crítica? Pues tampoco las normas vuelven más éticas a las personas, por lo que es necesario dejar de perder el tiempo y no confundir a la gente haciéndola creer que existen normas sobre la ética.
Como explica el jurista español Rafael Jiménez Asensio, uno de los equívocos más comunes en el contexto jurídico-institucional es formalizar los códigos de ética a través de leyes o reglamentos y derivar sanciones de su incumplimiento. Como el mismo doctor en Derecho señala, “en ese caso, traspasamos el mundo de los códigos éticos y de conducta y nos sumergimos en la esfera del derecho penal o administrativo sancionador”.
Alfonso Santiago, doctor en Derecho y miembro titular de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, sostiene que los códigos de ética buscan promover las mejores conductas de los funcionarios, es decir, desde una perspectiva preventiva y formativa, mientras que la sanción corresponde a las leyes y la reglamentación disciplinaria.
La filósofa española Adela Cortina recuerda que los códigos de ética nunca se imponen por sanción, sino que invitan a seguir una forma de comportamiento que genere confianza, porque la vigilancia y el castigo se realizan desde el punto de vista jurídico.
Cuando en el 2017 presenté en Madrid y gané el concurso del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo con el ensayo Integridad y ética en la función pública, expliqué que los códigos de ética funcionan como orientadores de la conducta y son insumos para procesos serios de formación humana en el interior de las organizaciones, y que no incluyen sanciones, no porque sean innecesarias, sino porque se encuentran en otro tipo de normas: administrativas, disciplinarias o jurídicas, pero jamás éticas.
La Comisión Iberoamericana de Ética Judicial, en su decimosexto dictamen, fue clara en que los códigos de ética no pueden ser de acatamiento obligatorio, ni conllevar sanciones por incumplimiento.
El Manual para la elaboración de códigos de ética y conducta en el sector público costarricense sostiene que estos documentos son orientadores de la conducta de los trabajadores, basados en un conjunto de valores que ejemplifican su puesta en práctica y nunca podrán ser usados como instrumentos disciplinarios ni podrán derivarse sanciones de estos.
Podría seguir citando especialistas y documentación al respecto, pero creo que el punto está claro: si se desea vigilar, controlar y sancionar, existen instrumentos jurídicos y administrativos para ello; no tiene sentido “convertir” los códigos de ética en un instrumento jurídico más.
Este tipo de acciones enfocadas en el control y la sanción, afirma la OCDE en su Recomendación sobre integridad pública, no han resuelto el problema de la corrupción, por cuanto se han descuidado las medidas preventivas, que es donde debemos ubicar la ética.
Enfocarse en la vigilancia y el castigo, y olvidar la prevención —desde la perspectiva de la ética—, es como creer que para promover la salud basta con curar enfermos y enterrar muertos, en lugar de prevenir la aparición de la enfermedad.
La confusión de los diputados se origina en sus propios partidos políticos, que redactan reglamentos disciplinarios y los bautizan erróneamente como “códigos de ética”; algunas empresas y hasta organismos cometen el mismo error, al punto de hacer creer a la gente que un código de ética es un reglamento más, pero menos relevante.
Viene de confundir los códigos deontológicos de los colegios profesionales con códigos de ética, cuando en realidad su naturaleza y forma de aplicación es distinta. Una institución pública no necesita códigos deontológicos, tiene herramientas propias para el control heterónomo de la conducta, cosa que los diputados, como “hacedores de leyes”, deberían saber.
Miguel de Unamuno lo resume así: “Lo que ocurre es que nuestra moral corriente está manchada de abogacía, y nuestro criterio ético estropeado por el jurídico”.
Espero que los diputados salientes no nos hereden una reforma que judicialice la ética, pues, en lugar de dar un aporte, acrecentarán la confusión durante los próximos años en quienes trabajan, no para atrapar a los que cometen tales actos, sino para evitar que más personas lo hagan.
El autor es psicólogo organizacional con estudios de posgrado en ética pública.