
Quién me mete de curioso. Yo estaba observándolo todo como un carajillo asombrado. Era un festival de cuentos en Alajuela y los invitados de México, narradores y chamanes, se ofrecieron a hacer una celebración ritual con tintes ancestrales para celebrar la vida y promover la esperanza.
Había 100 personas formando un círculo. Nos sentamos alrededor de cuatro mantas de colores, cada una de ellas dirigida hacia los cuatro puntos cardinales. También había maíz y frijoles y, en el centro, una gran olla de barro.
Empezó la ceremonia, y como en aquella ocasión había invitados de África, Asia, Europa y América, cada uno de ellos tenía el encargo de encender una vela ubicada al inicio de las mantas direccionadas como brújula. Todo iba a pedir de boca. Emilio y Julieta, que así se llamaban los directores de la ceremonia, invitaron a los presentes a cerrar los ojos y evocar la memoria ancestral. Con las velas de cada uno de los invitados procedentes de los distintos continentes, se encendió el fuego de la olla de barro.
La llama se avivó y, de pronto, un colibrí empezó a aletear por encima de las cabezas de los presentes. Emilio y Julieta dijeron que la presencia de un colibrí en medio de la noche, y en aquella ceremonia, era una muy buena señal. Acto seguido, pidieron a los presentes escribir en papelitos aquello de lo que querían desprenderse esa noche: dolores viejos, mal de amores, intrigas laborales, pasiones complejas, jefes tóxicos… lo que fuera. La idea era pasar al frente a lanzarlo en la olla de barro para que se quemara. Un símbolo.
Todo iba muy bien. Habían pasado 99 personas a avivar el fuego con sus desgracias cuando, de pronto, uno de los cuenteros internacionales lanzó su papelito y el fuego se apagó de golpe, dejando una estela de humo. Se hizo el silencio. Todos nos miramos a los ojos. Emilio y Julieta tranquilizaron al muchacho diciéndole que no debía interpretar el suceso como una mala señal.
Terminó la ceremonia. Quedamos diez personas barriendo y limpiando todo, entre ellos Leilani, una señora encargada del café y la repostería, y yo. Ella se quedó un momento en el salón mientras yo me fui a traer una escoba. Cuando llegué al sitio del ritual, Leilani no estaba. Yo empecé a barrer y, de pronto, sentí una gran curiosidad por ver de cerca la olla de barro, que seguía en el centro del sitio. Me acerqué y noté que todas las candelas se habían derretido y formaron una masa homogénea, de color negro y muy opaca.
Me llamó la atención el color y la apariencia, y como buen científico social, hundí tres dedos hasta el fondo de la masa para analizar la textura. Era chiclosa y tibia. Decidí meter la otra mano para palpar la materia oscura. Me sentía como güila en kínder jugando con plastilina. Después saqué la mano, tomé la escoba y me puse a barrer, hasta que mis ojos vieron un cuadro extraño. A unos 20 metros, estaban Emilio y Julieta, los directores del ritual, atendiendo a Leilani, quien yacía en el piso, sobre el zacate que bordeaba el lugar de la ceremonia. No parecía estar mal. Era más como si estuvieran dándole un masaje.
Seguí limpiando. En eso, se acercó Leilani y me dijo muy asombrada:
–Viera lo que me pasó cuando usted se fue a buscar la escoba. Yo iba a recoger la olla de barro y había apenas rozado el recipiente con la yema de los dedos cuando Julieta me vio y dio un grito: “¡Leilani, no toque eso! ¡Esa olla tiene el mal de amores, las relaciones laborales tóxicas, los berrinches y las malas vibras de las 100 personas que estuvieron en este lugar! Venga que hay que ayudarle”.
Leilani me contó que la pusieron en el suelo como una alfombra y le hicieron una limpieza ritual de 10 minutos que dejó exhausta a Julieta, la chamana. Al final, le hicieron una advertencia: ¡Nunca toque, ni siquiera roce con sus dedos, una olla de una ceremonia ancestral!
Mientras Leilani me contaba esto, yo me iba poniendo blanco como un papel. Si por rozar la olla con la yema de los dedos, la pusieron contra el zacate y le hicieron una ceremonia de diez minutos, ¿qué harían conmigo si se enteraran de que hundí los dedos en el mejunje ritual y lo estripé como si estuviera haciendo pan de pizza? Ni siquiera subir en pata renca todas las ruinas mayas, ida y vuelta, podría traer equilibrio al desorden universal que mi curiosidad había desatado. ¡No me atreví a decirles! Mi racionalidad empezó a discutir con mi superstición. Entonces, recordé que Celia, una de las compañeras que estaba también limpiando el salón, se hallaba a punto de concluir la carrera de Antropología. Estaba seguro de que ella sí sabría cómo proceder. Así que me fui corriendo a contarle el cuento. Su respuesta fue muy científica: ¿Metiste las manos en la olla? Diay, pues andá y lávate las manos con jabón.
Pero algo en mí no me dejaba tranquilo. Así que llegué a mi casa y, tras encomendarme a Tatica Dios, intenté dormir. A la mañana siguiente, me levanté con pesadez. ¿Serían las vibras de las 100 personas que dejaron sus quejas en la olla? No, no. Todo era sugestión y superstición. Era la falta de sueño. Así que me fui al centro de Alajuela. Al pasar por la Catedral, vi que salía del templo el obispo de aquel entonces. Un pensamiento se me cruzó por la mente: lo llamé a viva voz y lo fui a saludar efusivamente con un fuerte abrazo. Si se me habían pegado los fantasmas, pues el abrazo del obispo podría disipar las sombras. Seguro se quedó muy extrañado del abrazo tan efusivo, pero seguí mi camino.
Horas más tarde, Julieta y Emilio me dijeron que les habían contado mi travesura. Estábamos en plena clausura del festival en las calles de Alajuela y yo era el maestro de ceremonias. Ya íbamos a empezar, pero Julieta me sugirió buscar un cuadrado de zacate para hacer un ritual de cierre. Lo encontramos en medio del parqueo de la iglesia de la Agonía y yo pensé que si el enredo venía por un ritual maya, pues la solución podría venir por la misma vía, como la homeopatía. Así que ahí estaba yo, cinco minutos antes de que empezara la clausura, poniendo la planta de los pies en un cuadrado de zacate para devolverle a la Madre Tierra cualquier fantasma que se me hubiera pegado por curioso.
Nos reímos mucho después de eso. Me hizo pensar que las cosas que nos pasan no son tan importantes como la interpretación que les damos.
Poco después de ese incidente, perdí un trabajo y una relación de pareja, y al obispo le sacaron unos temas en la prensa que tuvo que aclarar. Como si fuera poco, el invitado extranjero que lanzó el papel y apagó el fuego ancestral murió dos años después. Pero nada tiene que ver con la olla de barro. Pura coincidencia. ¿O no? Yo no creo en brujas… pero de que vuelan, vuelan. Así decía mi abuela.
Rodolfo González Ulloa es docente en la Universidad Técnica Nacional (UTN) y en la Universidad de Costa Rica (UCR). Es periodista, narrador oral y escritor.