
Una cultura que promueve la acción constante sin abrir espacios para la introspección que ofrecen las humanidades está esencialmente muerta.
En la mente de muchos, la transición del colegio a la universidad es un momento definitorio. Viviéndolo en carne propia, comprendo que su importancia radica en que es la primera vez que se nos concede la libertad de elegir un rumbo.
Sin embargo, cada año esta verdad pierde fuerza. El sistema de educación superior pública en Costa Rica ha transformado la universidad y esta ha pasado de ser una herramienta de superación personal a un mero requisito para acceder al mercado laboral. Las pruebas estandarizadas han sido claves en este cambio.
Los cortes de admisión reducen el valor de una carrera a una cifra, la cual también suele estar relacionada con sus posibilidades de empleabilidad y salario.
Al no poder satisfacer la demanda en ciertas áreas, las universidades públicas han contribuido a un ciclo vicioso. Cuanto más alto es el corte de una carrera, mayor es su demanda, lo que a su vez eleva aún más ese corte.
Mientras tanto, las humanidades –que siguen siendo las más accesibles y con mayor disponibilidad de cupo– se perciben como opciones de menor prestigio o incluso como últimos recursos. Curiosamente, nunca antes hubo tantas plazas en estas disciplinas, ni tan poco interés genuino por cursarlas.
Este fenómeno se vincula estrechamente con la creciente brecha entre la educación secundaria pública y privada. En los colegios privados, muchos estudiantes enfrentan una presión constante por elegir la carrera “más competitiva” y de corte más alto, incluso si otra opción –igual de rentable– se ajusta mejor a sus intereses. Por otro lado, muchos alumnos del sistema público asumen que solo podrán ingresar a la universidad si escogen una carrera poco apetecida, aun cuando no sea la de su preferencia.
La lógica no se restringe a las humanidades. He escuchado en más de una conversación cómo profesiones que alguna vez formaron a grandes líderes costarricenses –como Derecho o Administración de Negocios– son hoy vistas con poco aprecio, simplemente porque ya no figuran en la parte alta de los ránquines salariales.
Esta jerarquización de las carreras refleja un problema más profundo: una mentalidad que privilegia el sustento económico por encima de todo.
Vale la pena aclarar que esta actitud, en muchos jóvenes, no nace de la codicia, sino del miedo. Han crecido oyendo hablar de cómo van a colapsar los sistemas de pensiones, así como el de salud y la calidad de vida en general. En ese contexto, perseguir la estabilidad financiera puede ser visto como un acto de amor propio y familiar.
Pero esa lógica tiene un costo. Quienes estudian una carrera solo por su potencial económico corren el riesgo de enfrentar, tarde o temprano, un profundo desencanto. Además, aquellas disciplinas que no ofrecen “retornos inmediatos” quedarán marginadas, aun cuando haya espacio de sobra para recibir a quienes sí las desearían estudiar.
Una cultura que solo valora la acción, sin permitir el tiempo para pensar, para comprendernos, para crear, está condenada. Ray Bradbury la imaginó ya en 1953, cuando escribió sobre una universidad de artes liberales que cerraba por falta de estudiantes.
Hoy, lo que vivimos en Costa Rica recuerda al caso de Corea del Sur: jornadas extenuantes de exámenes, en que ingresar a la mejor universidad es solo el primer peldaño en la carrera por conseguir el mejor trabajo, para poder adquirir el auto más lujoso y la vivienda más costosa, así como a la pareja estéticamente más deseable. Una visión estrecha de la educación –y de la vida– que reduce nuestras posibilidades humanas al valor de mercado.
Corea del Sur es el reflejo extremo de una sociedad que sacrifica el alma en nombre del pragmatismo. Y es también un espejo incómodo: en él podríamos vernos si no corregimos el rumbo.
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Antonio Figueres es estudiante de undécimo año de Yorkín School.