Hace unos días, en seguimiento a la que ha sido una preocupación de don Johnny Meoño registrada en las páginas de Opinión de este diario, él retomó en su artículo “Periodismo y probidad: mi último cartucho” el tema de lo que ha señalado y fundamentado como un “macrofactor ausente” en la dirección y planificación gubernativas, incluido el ámbito electoral y la rendición de cuentas, en torno al manejo y control de los recursos públicos.
Ese macrofactor, indica don Johnny, es el debido cumplimiento de un obligado “deber de probidad”, estipulado en el artículo 194 constitucional, y plantea que su incumplimiento se expresa en “el ejercicio improvisado y mejenguero de un desbordado ‘poder administrativo’ de quienes gobiernan en vez del tipo de ‘dirección estratégica’ claramente consagrada como eje esencial de nuestro Régimen social de derecho". Y lo anterior, sin mayores consecuencias para quienes han estado obligados a la observancia de aquellos elementos esenciales.
Así como en artículos previos sobre este tema don Johnny refiere cómo ha enviado, sin resultados a la vista, reflexiones, alertas y propuestas a partidos políticos y comisiones legislativas, vuelve a señalar en su más reciente publicación –no sin una comprensible mezcla de esperanza en la desesperanza, a mi parecer– la falta de acciones ante sus llamados y aportes.
Entiendo que, a partir de la Constitución Política de 1949, el gran fortalecimiento de la institucionalidad que aún nos sostiene como democracia se logró atendiendo razonablemente el referido deber de probidad con una notable vocación de servir el interés general. Pero esa preeminencia del deber y del interés general se ha venido deteriorando desde hace años, hasta traernos a las delicadas condiciones actuales.
Aunque no soy ni de lejos un estudioso de la materia ni científico social (soy contador), tengo años ya de que, al leer esas reflexiones y otras similares, me queda una inquietud que, por fin, trato de comunicar en estas líneas. La planteo obviando el tema, quizá no menor, de que puede haber normas e interpretaciones necesitadas de revisión y ajuste frente a la realidad vigente y prospectiva.
Se trata de en qué medida ese tipo de incumplimientos –cuando son diríase crónicos y ampliamente conocidos– han venido fomentando el arraigo de una cultura –con normas, (anti)valores y conocimientos, hasta en el plano inconsciente– de permisividad hacia la inobservancia del marco legal. Y si no se enfrenta con algún conocimiento más profundo de su raigambre, podría ser muy difícil de superar con lo que hoy se hace y se tiene previsto hacer para esos efectos.
Por ejemplo, complementando para mí lo señalado en el artículo (aunque seguro está en el inventario de incumplimientos llevado por don Johnny), desde hace años o décadas la Contraloría General, cuando dictamina los presupuestos de la República, señala que se incumple la prohibición de financiar gasto corriente con deuda, así como desde hace muchos años dictamina adversamente los informes sobre cumplimiento de metas y resultados físicos del Presupuesto Nacional que se le presentan por ley.
¿Cómo no esperar que haya un profundo arraigo cultural proclive al incumplimiento normativo si, año tras año, elecciones tras elecciones, los gestores públicos y quienes aspiran al ejercicio del poder a nivel nacional o local, parten de un contexto como el mencionado respecto de elementos críticos que deberían estarse observando en pro del bienestar general?
El planteamiento de esta duda no busca justificar ni hacia atrás ni hacia el futuro el referido incumplimiento, sino, por el contrario, contribuir a dimensionar cuán grandes y sostenidos han de ser los esfuerzos educativos y correctivos por parte de todos los agentes sociales en sus diversos ámbitos de acción, para que esa cultura se vaya revirtiendo.
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Ronald Castro Chaverri es contador.
