El avance de la ciudad sobre las tierras agrícolas es imparable, pues cada metro cuadrado está dirigido a satisfacer el negocio inmobiliario, que enfoca su mirada en las ganancias y no en las necesidades más apremiantes, como la alimentación.
La hectárea que antes producía algún bien agrícola, se convierte en condominio con piscina, y esto sucede por una terrible razón: la codicia es la esencia de nuestro comportamiento.
También hay una guerra en las calles, valen más los bienes materiales que la vida. Un ejército formado por lo que Marx llamaba lumpen o subproletarios sistemáticamente toma el control. Se arman hasta los dientes con AK-47 y R15 y forman equipos de sicarios. Los motiva el dinero con el cual satisfacen sus deseos. Pero el lobo no puede entrenarse para atacar al que vive en el barrio de enfrente, porque tarde o temprano devorará a quienes lo alimentan.
No hay educación para la trascendencia, sino un entrenamiento para adquirir habilidades que hagan del obrero un esclavo eficaz del sistema. De nuevo, la ganancia es el destino, el único propósito de quien no ve más futuro que la adquisición de plusvalía. Afortunadamente, no todos piensan lo mismo, hay algunos, como el ingeniero Gerard Grijalba, que sueñan con crear ciudades mejores, edificios saturados de granjas y parques colgantes, donde convivan personas, animales y vegetación. Pulmones en medio del concreto, la más inmediata respuesta a un problema impostergable.
No existe futuro sin naturaleza, no puede haberlo para quienes no planifican el crecimiento urbano. No somos un virus; somos una especie con capacidad laboral y empatía. Todas las naciones sufren por igual, tenemos las mismas carencias y sentimos los mismos temores. Pese a todo, hemos sobrevivido a la pandemia, demostramos la innata habilidad de reedificar lo que derriba la adversidad. Cuán falsas son las teorías pseudomarxistas que culpan a la economía de todo mal. Pobre no equivale a criminal, jamás la clase obrera pactó con la mafia.
¿Acaso el trabajo es un castigo?, pues la carta magna lo define como un derecho, mas no como un deber. Por ello, pululan las pandillas recorriendo la ciudad, cansadas de no hacer nada van buscando algún infortunado para quitarle todo lo que tenga encima. “La vida me ha hecho así”, dirán los asaltantes rellenos de pereza, que culpan a las circunstancias, las mismas que enfrenta el obrero que lucha día tras día por llevar pan a su mesa.
La cultura es la culpable, la excreta de un sistema político abierto a toda doctrina y sin discernimiento moral. Quizás sea conveniente que regrese la censura y que el Estado regule la música que hace ver a la mujer como un trozo de plástico. Tales canciones no explican qué tan velozmente avanza el sida en las comunidades más pobres, no escriben estrofas del embarazo en la infancia, ni tampoco cantan sobre el secuestro de niñas para la industria pornográfica.
¿Qué beneficio deja el cine, con sus ficciones de automóviles que corren como proyectiles a cambio de dosis de peligro, aparte de fosas en los cementerios? Hollywood educa a los jóvenes para que vivan rápidos y furiosos, para que mueran también bajo la chatarra en un accidente automovilístico. Exalta como héroe a un sicario que se apellida Wick, fiel reflejo de una sociedad donde es común ver masacres en escuelas, evidencia de que el psicólogo Alfred Bandura tenía razón: se aprende por imitación.
¿De qué sirve la educación si un adolescente descontrolado dispara en la cabeza a su directora, si otro es capaz de inventar una mentira y acusa falsamente al docente para crearle mil desdichas? Vivimos la cultura de la sobreprotección, del niño mimado que tiene derechos, pero ningún deseo de convertirse en adulto trabajador y solidario.
Los pueblos más fuertes son los más sufridos, levantan ciudades con esfuerzo, escasos en derechos y un exceso de respetabilidad.
El autor es asesor de matemáticas en el MEP.