De chiquillos, en el barrio, los momentos noticiosos marcaban nuestros juegos. Si estábamos en campaña política, agarrábamos una escalera y la convertíamos en tribuna. Si era primero de enero, llenábamos de veraneras las bicicletas y hacíamos un Desfile de las Rosas.
Yo, por mi parte, cuando jugaba solo, ponía un disco y hacía de director de orquesta. También agarraba el trapo de tapar la jaula del canario y con eso me hacía una casulla para jugar de dar misa. Una vez, un sacerdote amigo de la familia, me vio en acción y, con los ojillos ilusionados por una vocación en ciernes, me preguntó: ¿qué te gustaría ser cuando seás grande? Yo le respondí: bombero. El sacerdote se decepcionó de mi respuesta, pero rio de buena gana.
Hoy le respondería de otra manera: le diría que de grande me gustaría imaginar mucho y seguir jugando de director de orquesta, de cura, de periodista, de agente de viajes, de cantante de Miss Universo… porque de todo eso jugamos en el barrio cuando fuimos güilas. Entonces, yo no sabía que aquel mundo nutriría actualmente mi pasión por contar cuentos, actuar y escribir historias.
Pero no hay que ser cuentacuentos o actor para seguir alimentando al niño interior. La literatura es una manera de seguir jugando. Es nuestro portátil parque de sueños y diversiones. Los papas no escapan de eso. Tienen sus propios juegos de tinta.
Ahora que está empezando un nuevo periodo papal en la Iglesia católica, recuerdo un libro extraño que había en la biblioteca de mi casa: Ilustrísimos Señores. Eran cartas imaginarias que el papa Juan Pablo I, siendo el cardenal Albino Luciani, había escrito a autores y personajes de la literatura, sin importar que estos fueran de otro siglo o, simplemente, fruto de la imaginación de un novelista.
A Mark Twain, por ejemplo, Luciani le decía: “Temo que mis diocesanos se escandalicen: ¡Un obispo que cita a Mark Twain! Quizás sería necesario explicarles que así como hay muchas clases de libros, hay también muchas clases de obispos”.
Con Charles Dickens, Luciani hablaba por carta de la pobreza que había sufrido el autor en su niñez, y de cómo la injusticia vivida en su casa la había reflejado en sus obras. Scrooge, en un Cuento de Navidad, es el mejor ejemplo de eso.
“Por boca de tu personaje Marley, deseabas que la estrella de los Magos iluminase las casas de los pobres. Hoy el mundo es una pobre casa y tiene tanta necesidad de Dios”, escribió Juan Pablo I.
A Pinocho, Luciani le confesaba: “Corrías a ver los carromatos que llegaban a la plaza; también yo. Te quejabas, retorcías la boca, metías la cabeza bajo las sábanas antes de beber la amarga medicina; también yo”.
Cada carta era un juego, pero también una idea que podía replicarse: es buena idea escribir uno a sus autores y personajes favoritos.
La afición literaria de los pontífices tiene muchos ejemplos. Padre Apeles, en su libro Historia de los Papas, cuenta que Pablo VI era aficionado a las novelas de Agatha Christie, y que eso influyó en su decisión de permitir a los ingleses mantener la misa en latín, cuando se reformó la liturgia en los años sesenta.
Según Apeles, la razón de la actitud tolerante del papa Montini, se debía, en parte, a que recibió una carta con varios firmantes solicitando analizar el caso y que entre ellos estaba su admirada autora de novelas policíacas.
Más allá de la afición por las novelas de entretenimiento, otros papas han encontrado eco en la poesía, como es el caso de Juan Pablo II. Ese gusto no pasó inadvertido para Pedro Casaldáliga, quien en 1980 era obispo en el Amazonas. Cuenta la vaticanóloga Paloma Gómez que Casaldáliga tenía un encuentro con el Pontífice en el que había que tratar temas delicados sobre la opción por los pobres en América Latina. Casaldáliga optó por hablar con literatura. “No traigo una pregunta, sino un poema”, le dijo el obispo a Wojtyla.
Franz Kafka era citado con frecuencia por el papa polaco. Dostoyevski también. Algo similar hacía Francisco, quien también citaba al escritor ruso y se sabía de memoria algunos textos de Jorge Luis Borges.
La literatura ayuda al pensamiento crítico, pero también a tender puentes. En palabras del escritor español Javier Cercas, autor de El loco de Dios en el fin del mundo, un libro sobre el papa Francisco, la literatura y la espiritualidad son dos formas de ligarse con lo trascendente.
“Para mí, la fe es una especie de intuición poética, que se tiene o no se tiene. Una especie de adhesión, una intuición. Ese sentimiento es difícilmente transmisible. Para hacerlo, habría que ser un poeta”, escribió Cercas.
Ya decía Dostoyevski: “Mi fe surge del horno de mis dudas”. Yo agregaría: la literatura y la fe nacen del asombro y de intentar poner palabras a lo que es insondable.
Rodolfo González Ulloa es docente en la Universidad Técnica Nacional (UTN) y en la Universidad de Costa Rica (UCR). Es periodista, narrador oral y escritor.
