
El 20 de julio de 1969, hoy hace exactamente 56 años, el hombre llegó por primera vez a la Luna y yo descubrí el dulce y adictivo sabor que tiene el único satélite natural de la Tierra.
Ocurrió en el hogar del matrimonio estadounidense conformado por Carlos y Patricia Doyle, en San Ramón de Alajuela, quienes invitaron a mis padres, David Guevara y Elizabeth Muñoz, a ver por televisión el momento cumbre de la misión Apolo 11.
En la sala de los Doyle estaban también sus hijas Karen, Kathy y Susan, así como los cuatro hermanos Guevara Muñoz: Frank Lemuel, Edwin Alejandro, Ricardo y José David.
Sí, un total de 22 ojos enclavados en una pantalla chica que nos permitió ser testigos distantes del alunizaje de los astronautas Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins.
Impulsado por el cohete Saturno V, la nave Apolo había despegado de cabo Kennedy, en Florida, el 16 de julio.
El éxito obtenido por la NASA (siglas en inglés de la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio) se enmarcó dentro de la carrera espacial que libraban Estados Unidos y la Unión Soviética en tiempos de la denominada Guerra Fría.
Ese periodo de tensiones geopolíticas abarcó desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la disolución de la Unión de República Socialistas Soviéticas (URSS) en 1991.
Sin embargo, en aquel entonces yo era un carajillo de apenas 7 años que ignoraba ese conflicto basado en ideologías y propaganda.
Tampoco estaba apasionadamente interesado en el arribo del hombre a la Luna.
Lo que realmente llamaba mi atención era el olor a chocolate que alzaba vuelo en la cocina de los Doyle, surcaba el comedor, orbitaba a la sala y aterrizaba en mis fosas nasales, mejor dicho, NASAles.
¡Ah polo el que era yo mientras seguía el esperado desenlace de aquella misión del programa Apolo en un televisor con pantalla en blanco y negro (fue en 1971 cuando la televisión a color dio sus primeros pasos en Costa Rica)!
Sonrisa de cuarto creciente
La culpa de mi desconcentración se sustentaba en el hecho de que había tenido el gusto de probar muchos de los manjares que cocinaba doña Patricia, en especial queques y pasteles.
Por esa razón, mi cabeza estaba tan enfocada en imaginar la guerra caliente que se libraba en el horno de aquella casa. El aroma a chocolate me tenía eclipsado y con una sonrisa de cuarto creciente.
Los Doyle, misioneros bautistas, se casaron el 6 de agosto de 1957 y llegaron a Costa Rica en 1964, en donde hicieron equipo con mis padres durante los años en que papá y mamá estuvieron a cargo de la Iglesia bautista en San Ramón.
Fue don Carlos quien compartió con mi padre los secretos de la pesca deportiva en las aguas de Playas del Coco, en Carrillo, Guanacaste, y quien le enseñó a conducir carro en las calles de lastre del distrito de Sardinal.
Ese buen hombre, así lo recuerdo, nació el 6 de octubre de 1937 en Abilene, Texas, y murió en el 2020, precisamente el día en que cumplió 83 años.
Doña Patricia nació el 6 de agosto de 1937 en Clovis, Nuevo México, y falleció el pasado 19 de mayo.
En Costa Rica vivieron hasta 1977 y después trabajaron como misioneros en Guatemala y México. Posteriormente, don Carlos fue pastor de una iglesia en Cotula, Texas.
A lo largo de esos años, visitaron nuestro país en distintas ocasiones y siempre se reunieron con mis padres para celebrar una buena y prolongada amistad.
Pienso en ellos cada vez que se cumple un aniversario de la llegada del hombre a la Luna.
Mi memoria se convierte en un cohete que viaja hasta el 20 de julio de 1969 y se posa sobre la superficie de los recuerdos imborrables, en especial sobre el lustre del delicioso queque de chocolate que doña Patricia preparó para festejar el día en que nos engolosinamos con la Luna.
José David Guevara Muñoz es periodista.