
La fiesta había comenzado. Entre los invitados destacaba un grupo de gitanos; y entre ellos, una joven de ojos negros y grandes, de largo cabello azabache, que bailaba con naturalidad ritmos que parecían pertenecerle desde siempre.
A lo lejos, su tía la observaba con asombro. Como bajo un hechizo, por una noche había dejado de ser la muchacha tímida y ensimismada que conocía para convertirse en una mujer exótica y extrovertida, centro de todas las miradas. Aunque estaban en España, tierra que veneraba a la pariente célebre por sus canciones, excesos y adicciones, los aplausos no eran esta vez para ella.
Guiselle creció en un matriarcado. Aunque su padre, Fernando Ávila, estuvo presente, la enérgica voluntad de su madre Ofelia, de su abuela Herminia y las constantes apariciones de su tía Chavela terminaron marcando los distintos momentos de su crianza.
Aquellas tres mujeres imprimieron huella en su vida. Ella se crio entre adultas con temperamentos intensos, que lo mismo la vestían como una elegante Samaritana para las procesiones de San Joaquín de Flores, que le espantaban sin miramientos a la mayoría de pretendientes.
El tiempo trajo las ausencias. Primero la abuela, en 1977; después el padre, en 1982; más tarde Ofelia, en 2011, y finalmente Chavela, lejos, en Cuernavaca, México, en 2012. Guiselle –como todos la llamaban, aunque su nombre real era Yisela– quedó sola, atrapada en una casa repleta de recuerdos y fantasmas que evocaban épocas mejores.
Su madre le heredó un profundo amor por los animales, especialmente perros y gatos. Tuve la oportunidad de acompañarla en una de sus jornadas: a las cinco y media de la mañana salía a repartir comida por las calles de San Joaquín; luego iba a trabajar, y al regresar distribuía una segunda merienda. Decía con orgullo que en el pueblo no existía un perrito callejero flaco, mientras Chavela, con sonrisa en boca, afirmaba: “La mayor parte de lo que gano en un concierto termina en las panzas de estos animalitos, fíjate”.
Los últimos años fueron difíciles. La modesta pensión que recibía, junto con los ingresos de dos pequeños alquileres, no alcanzaba para cubrir su subsistencia y la cruzada por los perritos y gatitos que había emprendido. Se vio obligada a ofrecer a la venta objetos y memorabilia de su famosa tía.
Personas sin escrúpulos se aprovecharon y la despojaron de jorongos, discos premiados, obras de arte y más. Recuerdo el caso de un abogado que le recomendó guardar varios artículos bajo su custodia y después se negó a devolverlos, aduciendo que los tomaba como prenda por servicios que no le había cancelado.
En otra ocasión, llorando, me contó que alguien le había quitado la guitarra de Chavela con el pretexto de restaurarla. Yo, que conocía bien ese instrumento, le aseguré que no sufriera: no era la guitarra de sus noches eternas de fiesta, la que la había acompañado en casi toda su vida. Esa, Chavela la había regalado a su amiga y coleccionista mexicana, Dolores Olmedo. La que le quitaron era casi solo parte de la utilería, pues ya no la tocaba.
El pasado 6 de setiembre, Guiselle fue hallada sin vida. Había muerto dos días antes. Triste final para una mujer que dedicó su existencia a cuidar, no solo a su familia, sino también a una extensa familia de perros y gatos. Al parecer, la generosidad de la comunidad permitió costear su funeral.
La culpa invade, porque mi última comunicación con ella fue el 21 de junio. Me había ofrecido un retrato casi borrado por el tiempo de doña Herminia y una correspondencia. La rutina me hizo posponer el encuentro que nunca se dio. Aunque no fuimos amigos íntimos, la cercanía de su tía en mi vida creó entre ambos una conexión.
Dicen que existe un cielo para las mascotas, donde esperan a sus amos para disfrutar juntos la eternidad. También se cuenta que algunos animalitos logran acompañar a sus amigos humanos mientras atraviesan ese enigmático túnel que separa la vida de la muerte. Si eso es cierto, estoy convencido de que al encuentro de Guiselle acudió una inmensa legión de rabitos agitados, ladridos y maullidos jubilosos, para celebrar su arribo a la paz eterna.
Alfredo González es escritor, periodista, productor audiovisual y máster en escritura creativa.