
Según describe la historia, al finalizar uno de sus apoteósicos conciertos, cuando la sordera le impedía percibir lo que acontecía en su entorno –sin que, sorprendentemente, el padecimiento hubiese afectado su portento creador–, alguien tomó a Ludwig van Beethoven del hombro, y lo volteó de frente a la multitud que aplaudía enloquecida…
En nuestra niñez, mis hermanos y yo sabíamos de Beethoven gracias a Hugo Díaz Jiménez, autor de la pintura que ilustra y motiva este relato, un obsequio del caricaturista a mi padre. Por supuesto, el cuadro ocupó siempre un sitio privilegiado en las casas que nos tocó habitar en nuestra infancia en San Francisco de Goicoechea, y en la adolescencia y juventud en Guadalupe.
Hoy, mi hermana Georgina conserva esta creación de 1950 en su residencia en Barva de Heredia, como una verdadera joya. Histórica, artística, afectiva. El retrato preserva el genio de Beethoven, la impronta del dibujante y, claro está, la amistad entrañable que unió a don Hugo y a mi progenitor, dos seres de exquisita sensibilidad; uno, artista del trazo; fotógrafo el otro.
En mi familia, cada fotografía o pintura que adorna las paredes de nuestras viviendas reviste un significado especial, como aquellas estampas de Moreno Cañas en estancias campesinas de antaño. En nuestro hogar, el cuadro de Beethoven fue testigo de años buenos y tiempos difíciles, travesuras de mocedad, sueños en construcción, silencios prolongados…
Escenas cotidianas
Principios de los sesentas. La tarde transcurre apacible en la sala en nuestro hogar de San Francisco, donde luce el retrato de Beethoven. Mi padre lee el periódico, mi madre lo acompaña y nosotros, junto al mueble del radio, sentados en el piso, escuchamos Cuquita, Lalito y su mamá, el programa infantil que nos cautiva. Por un instante, papi deja su lectura, nos hace un guiño de complicidad y tira un bodoque al sillón de mami. “¡Ayyy, un ratón!”.
En otra ocasión, sentados a la mesa, con la compostura que se nos exigía, mi hermano Federico toma de su plato un frijol, lo lanza al espacio y, certero, cae en el vaso de leche de Georgina. El chillido de mi hermanilla no se hace esperar, explotamos de la risa y armamos un vacilón que, ipso facto, nos mandan a callar.
¡Ah tiempos aquellos! Ahora, cuando los García Herrera nos juntamos, la anécdota del frijol volador sale a relucir y, de nuevo, el chascarrillo lejano enciende las historias chispeantes de nuestra hermandad.
El cuadro de Beethoven también era testigo de las visitas de Hugo Díaz, quien de tarde en tarde llegaba a casa a tomar café con nosotros. Voz sonora, serena y clara, sonrisa bondadosa; cálida y luminosa presencia de aquel ser humano discreto y bueno. Café y viandas en la mesa, amistad a flor de piel y Ludwig van Beethoven mirándolo todo, en su sitial de honor.
¡Cómo no recordar al “fantasma del saco de cuadros!”. Así le llamaba el periodista Carlos Morales a don Hugo. Se refería a la mesura con la que el dibujante, al cierre de edición de La República, dejaba su caricatura del día en la mesa del editor y, sin esperar el invariable elogio de su jefe de redacción, desaparecía como por encanto.
Ciudad de Guadalupe, abril del 93. Medianoche, la sala en penumbra, el retrato de Beethoven en la pared. Instalado en su sillón reclinable, cansado y triste, mi viejo enciende el tocadiscos. La aguja recorre los surcos del vinilo y las notas musicales invaden el recinto de la nostalgia. Entre lágrimas, él imita el movimiento de una batuta. Su final se acerca. Mientras, a través de la ventana, se filtran con suavidad los matices de un cielo abierto. En Claro de Luna.
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Roberto García H. es periodista.
