Alejadas de la agobiante persistencia a la que nos ha sometido la pandemia y de una larvada y prematura anticipada campaña política, en las redes y otras publicaciones, a veces mezquina y hasta engañosa y evidentemente partidaria, en el peor sentido de la palabra, he decidido escribir estas reflexiones, motivado por diciembre y el mensaje que para muchos trae.
La ciencia astronómica nos viene acercando cada vez más al conocimiento de un inconmensurable universo que, no obstante, precisamente por ello, parece, paradójicamente, alejarse más sin revelar del todo su enigmático, tácito sentido.
Maravillada, la ciencia no termina por develar lados oscuros del misterio en el que, por siglos, ha anidado tanto la fantasía como, inclusive, el temor.
De tal manera que aún sigue teniendo vigencia la conocida consideración de Pascal: «El silencio de los espacios infinitos me aterra». Sin embargo, entre otras cosas, algo ha conseguido la ciencia: poner al universo y sus componentes la etiqueta del cambio, la mutación, a lo que por mucho tiempo se tuvo por inmutable e infinito, homologándolo así, al fin y al cabo, a nuestra precaria temporalidad y su inevitable correlato: la muerte.
La poesía que, lejos de ser, como muchas veces se piensa con simpleza, un decir bonito, elegante o accesorio, no solo ha penetrado, incluso anticipando en ámbitos de la realidad que aún la ciencia no ha alcanzado, como decía Bécquer, ofrece un esencial, visionario, conocimiento que nos ayuda a decir la realidad y su trasfondo.
Precisamente, ya desde el romanticismo, ese movimiento esencialmente vitalista, los poetas habían cantado, visionariamente, la temporalidad y su consecuente desenlace de astros y estrellas. Así, en el siglo XIX, admirablemente, Rosalía de Castro escribe: «Una luciérnaga entre el musgo brilla / y un astro en las alturas centellea; / abismo arriba, y en el fondo, abismo / ¿qué es al fin lo que acaba y lo que queda?».
Igualmente Espronceda, conmina al sol: «...también la muerte, / si de lejos te sigue, / menos anhelante te persigue».
Y más adelante Unamuno, en un «diálogo» imposible con la rojiza estrella Aldebarán, que compara con una gota de sangre (sinécdoque indiscutible de la vida) perdida en el universo, después de atribuirle los tranquilizantes epítetos de la eternidad («fijidez», «lazo de quietud», «permanencia augusta», «figuras que no cambian») como en el poema de Espronceda deriva hacia un desenlace fatal para la intensa estrella: «¿Y cuando tú te mueras? / ¿Cuando tu luz al cabo / se derrita una vez en las tinieblas? / ¿Cuando frío y oscuro / el espacio sudario / ruede sin fin y para fin ninguno?».
Y Octavio Paz, en el intertexto del citado poema unamuniano, escribe: «pero no importan siglos o minutos / también el tiempo de la estrella es tiempo / gota de sangre viva en el vacío».
Y aquí es donde queremos descender a la paradójica grandeza de nuestra pequeña, humilde casa común, nuestro planeta tierra. Y la poesía declara, lúcidamente, esta profunda realidad.
Diríase que cuanto más se conoce el enigmático milagro celestial, por contraste, parece enaltecerse este otro «milagro abierto», como decía Debravo: el que en un sistema marginal de nuestra galaxia, en un humilde planeta ( «mota de polvo», dice Unamuno) floreciera no solo la pluralidad infinita de la vida, sino, con ella, también, el espíritu humano y su anhelo de absoluto y de inmortalidad, alimentando la pretensión de contener lo ilimitado y los atributos de lo que se ha asociado con la divinidad. Así Bécquer: «Yo sé que tengo algo divino aquí dentro».
Y Octavio Paz: «Para romper tu pecho, / oh cárcel mineral que me contienes, / y deshacer mis límites, / oh cielo que en mis límites preservo».
La paradoja suscita, a la vez, la inevitable rebelión de nuestra contingencia frente al todo necesario. Así lo expresa Antonio Machado: «¿Qué es esta gota de agua al viento / que grita al mar: soy el mar?».
En esa paradoja estriba nuestra maravillosa naturaleza: no solo la humana, sino también la de todo nuestro planeta, «mota de polvo», «canica azul», como la de lejanos juegos de una infancia que tanto la patria como nosotros hemos, simbólicamente, perdido, cambiando las monedas de nuestra edad de oro por otras de alienante, mercantil, cobre importado.
Y aquí es donde puede entrar diciembre en una cadena de relaciones metafóricas en las que la paradoja se repite: humildes y limitados, pero depositarios de maravillosos contenidos.
Siendo el último mes del año es, no obstante, el escenario del (re) nacimiento de un tierno infante que, independiente de creencias o no, encarna la ilusión de la divinidad. Pero hay otros eslabones en esta cadena: es en una humilde comarca, que ya la profecía había anunciado, llamada Belén y, más, en un pobre establo.
Todo nacimiento, como todo comienzo, abre una ventana a la esperanza y a la ilusión, y en ello estriba el verdadero espíritu de la Navidad. Es un retorno, como el del anhelo permanente de encontrar un paraíso, tal vez no del todo perdido, que la palabra poética, como un decir primigenio, no cesa de intentar en su reencuentro sorprendente con una cotidianidad que muchas veces ni vemos ni apreciamos en este universo nuestro: de flores, celajes, avecillas, colores, músicas, rubíes y Mozart y Machado...
Después del asombroso viaje de la ciencia astronómica, en la cadena de analogías de estas humildes maravillas que nos conforman, también podría entrar la Ítaca del «Arte poética» de ese otro hacedor de sueños, jardines y laberintos, Borges: «Cuentan que Ulises, / harto de prodigios, / lloró de amor al divisar su Ítaca / verde y humilde. El arte es esa / Ítaca de verde eternidad, no de prodigios».
Diciembre, principalmente la Navidad, debería hacer volver nuestras miradas, acciones y sentimientos hacia la inmensa grandeza de nuestras pequeñas realidades.
El autor es escritor.