La historia de la filosofía es milenaria y la pervivencia de los documentos que hacen las veces de obras fundamentales del pensamiento es muchas veces cosa fortuita.
Existe una leyenda —dudosa desde el punto de vista histórico— sobre el conjunto de textos conocidos como la Metafísica, de Aristóteles.
Los manuscritos, aseguran, pasaron por herencia de Aristóteles a Teofrasto, y de este a Neleo de Escepsis, quien, tras su muerte, los dejó al cuidado de familiares ignorantes, los cuales los depositaron en un sótano donde se cubrieron de moho durante casi dos siglos.
Se dice que los textos fueron vendidos después a un bibliófilo, quien los llevó a Atenas, pero, tras la conquista de la ciudad en el año 86 a. C., el general romano Sila parece ser que los llevó a Roma, donde, finalmente, fueron adquiridos por el gramático Tirión, cuyo discípulo Andrónico de Rodas los editó en el año 60 a. C.
Del estagirita conservamos también una exhortación a la filosofía intitulada Protréptico, por medio de chismes, es decir, por citaciones del texto desaparecido para siempre.
Obras de difícil acceso. Dada mi profesión de profesor de Filosofía interesado en la historia del pensamiento filosófico y en la historia intelectual costarricense, he comprobado amargamente que, incluso en la era de la información y de las tecnologías de la comunicación, las obras de los filósofos no escapan al sino nefando de la desaparición y a la tragicomedia de su recuperación azarosa.
Narraré, a continuación, un mito. Constantino Láscaris Comneno fue un príncipe forastero, de origen aragonés, cuyo padre pretendió la corona de Grecia.
Doctor en Filosofía por la Universidad de Madrid, el enjuto filósofo marchó a París para una estancia posdoctoral, se casó con una rusa y se estableció en Costa Rica a mediados de la década de los cincuenta, en cuya universidad fundó la institución filosófica del país, la más importante de Centroamérica y el Caribe.
Existen muchas leyendas sobre el doctor. Hay una acerca de un caballo que, aparentemente, fue introducido en un aula de la desaparecida Facultad de Ciencias y Letras para gastarle una broma.
He escuchado otras que retratan a este personaje mítico como un pensador de humor calcinante y con un prurito por llevar la contraria a toda costa. Pero resulta que siempre el narrador de la anécdota repite lo que ha escuchado de alguna otra persona y el conocimiento de oídas nos pone siempre en el predicado de tener que desconfiar.
En cualquier caso, el aura mítica de aquel filósofo que hablaba sobre Heráclito por la radio y defendió “la yerba” en un artículo en la “Página quince” de La Nación en el año adecuado para hacerlo, 1968, se agrava con la circunstancia de que sus obras parecen estar extraviadas como aquellos manuscritos de Aristóteles.
En el catálogo electrónico del sistema universitario de bibliotecas aparecen unas que no se encuentran en los estantes.
He recorrido compraventas y, a veces, he tenido la suerte de procurarme unos cuantos libros suyos. También he apuntado unas citas que he encontrado en otros libros. Nunca se sabe si habremos de reconstruir alguno de sus escritos a partir de chismes, como el Protréptico del estagirita.
Obras completas de Láscaris. Para desfacer el entuerto de una sola vez, uno diría que se impone la tarea de volver a publicar todas las obras de Láscaris en una edición.
En Segundas estancias, Roberto Murillo afirma que Láscaris “llegó a ser en Costa Rica el intelectual más influyente de todos los tiempos”.
En opinión de Murillo, “no debemos permitir que se difunda una imagen de Láscaris como periodista, como ideólogo liberal, como pescador aficionado o como cultor de la belleza femenina, sin referencia esencial al núcleo exigentemente filosófico de su vida”.
Yo añadiría que tampoco debemos permitir que Láscaris perviva en la memoria solamente por leyendas y anécdotas transmitidas en conversaciones de cafetín ni que se ofusque su legado para siempre en este pueblo tan cultor de su propio olvido y de la preterición de su legado.
El proyecto de emprender la edición de sus obras completas se impone de suyo como una exigencia, no solo para resguardar su pensamiento, sino también para combatir la negligencia endémica que descuida la vigilancia del pensamiento filosófico desarrollado en un país donde la sola existencia de la filosofía es casi un prodigio inenarrable.
El autor es profesor en la Escuela de Filosofía de la Universidad de Costa Rica.