
Recientemente, se ha producido en nuestra sociedad una discusión sobre los nuevos lineamientos que el MEP pondrá en práctica el año entrante, en relación con la apariencia personal de los estudiantes.
Básicamente, ha habido desde voces muy críticas que argumentan que “el hábito no hace al monje” y que las nuevas reglas no aportarán nada en cuanto a la urgente mejora del sistema educativo costarricense, hasta los que defienden los cambios propuestos pues “impondrán disciplina y orden” (¿al estilo Bukele?).
En redes sociales se han manifestado los que propugnan una corriente que defiende la libertad total de expresión estética en los centros educativos. Se argumenta que maquillaje, piercings, peinados extravagantes o tatuajes son manifestaciones legítimas de la identidad juvenil. Desde mi óptica y experiencia, esta visión confunde el sentido profundo de la educación. La escuela no es un escenario de autoafirmación estética, sino un espacio de formación intelectual, moral y comunitaria.
Si bien considero que los nuevos lineamientos disciplinarios por sí solos no aportarán mucho a la educación de los estudiantes en Costa Rica, y es claro que hay cambios estructurales que deben acompañarlos, también creo que existen fundamentos pedagógicos, sociológicos y psicológicos que validan que se regule la apariencia personal en los centros educativos.
Desde la pedagogía clásica –reafirmada por autores contemporáneos como Inger Enkvist y Gregorio Luri–, la misión del educador no es fomentar la autenticidad superficial del estudiante, sino orientarlo hacia la madurez interior. La sobriedad en la apariencia –uniformidad, limpieza, sencillez– cumple una función pedagógica concreta: centrar la atención en el aprendizaje, no en la imagen personal. Para Luri, “el exceso de autoexpresión prematura distrae al joven de su tarea esencial: formarse”.
Psicología de los límites
Desde la psicología del desarrollo, Erik Erikson explicó que la adolescencia es una etapa de búsqueda de identidad, marcada por el deseo de autonomía y la necesidad de orientación. Pero esa búsqueda solo madura dentro de límites claros. Cuando los adultos –padres o docentes– evitan poner normas, los jóvenes interpretan esa ausencia como desinterés o debilidad. Según Erikson en Infancia y sociedad, los adolescentes necesitan límites externos mientras construye sus propios límites internos.
La permisividad total en la apariencia personal estimula la comparación constante y la competencia superficial, aumentando la inseguridad emocional propia de esta etapa. Por el contrario, los códigos de presentación personal ofrecen estructura, estabilidad y sentido de pertenencia.
El uniforme y las normas de presentación no son un vestigio autoritario, sino una herramienta moderna de equidad educativa. Al eliminar las diferencias visibles de clase social, reducen la presión estética y fortalecen la cohesión del grupo. Como señala Enkvist, “la escuela debe ser el lugar donde se valore lo que el alumno hace, no cómo se ve”.
La uniformidad, lejos de suprimir la personalidad, la libera de la tiranía de las apariencias. Permite que los estudiantes se expresen por medio de sus ideas, su esfuerzo y su carácter, no por su estética exterior. Las normas visibles también sostienen la autoridad del docente y el orden institucional. Cuando las reglas se relativizan, el mensaje que recibe el estudiante es que todo puede negociarse, debilitando la cultura del respeto.
El especialista en liderazgo escolar Charles Elbot lo resume así: “Cuando los adultos temen ejercer autoridad, los niños pierden la brújula moral que les permite distinguir entre libertad y caos”. Por lo tanto, una escuela sin autoridad clara se convierte en un espacio de confusión, donde la convivencia se deteriora, el aprendizaje pierde sentido y toma fuerza la cultura del bullying o acoso escolar.
La neuropsicología educativa ha demostrado que la preocupación por la imagen personal activa áreas cerebrales asociadas al juicio social y la comparación, disminuyendo la concentración sostenida. Un ambiente sobrio, sin distractores estéticos, favorece la atención plena, el rendimiento académico y el bienestar emocional.
Regular la apariencia en la escuela no es un acto autoritario ni una nostalgia del pasado, sino una decisión pedagógica y psicológicamente sensata. La escuela debe formar personas, no personajes; ciudadanos, no consumidores de imagen. El adolescente necesita estructura, no permisividad; guía, no complicidad. Educar, al fin y al cabo, no consiste en permitirlo todo, sino en enseñar a elegir lo mejor.
epiedra@yorkin.org
Edgardo Piedra Garita, director general de Yorkín School, es profesor de Historia por la UCR, máster en Estudios de Matrimonio y Familia por la Universidad de Navarra y doctor en Educación por la Universidad Internacional de Catalunya.