La situación de nuestros hospitales públicos clama al cielo. Los centros médicos privados deben cooperar, atender a los pacientes que, como yo, necesitan ayuda y para que nunca más nadie pase 14 horas sentado, con tremendos dolores, en una silla plástica y 3 noches en un pasillo de emergencias.
Estoy en mi casa recuperándome de una laparoscopia realizada el sábado 29 de mayo en el hospital Calderón Guardia, al que ingresé el miércoles 26 con una pancreatitis aguda y piedras en la vesícula, que provocan unos dolores intensos que solo quienes los han padecido saben de lo que hablo.
Sabía que me encontraba en la parte más turbulenta porque los hospitales están saturados por la pandemia, pero, por mi situación, solo ahí era posible recibir los cuidados que necesitaba. Así que, como creyente que soy, me puse en las manos de Dios y al amparo de su bendición.
En la silla plástica estuve 14 horas, mientras esperaba una cama. Allí, me tomaron la vía y me pusieron suero; además, debía bajar la inflamación del páncreas y para ello no debía comer.
Era el paciente número 91 de 96 que estábamos en los pasillos de Emergencias, muchos de las cuales, como yo, esperábamos ser operados.
- Lo más doloroso, sin embargo, fue mirar la cantidad de adolescentes, todos varones, menores de 20 años y de todos los estratos sociales, acompañados de algún progenitor, generalmente las madres, cuando eran llevados a rastras debido a serios problemas de salud mental producto de las drogas.
Cuando me pasaron a la cama, eran las 9 de la noche. Al fin pude ponerme en posición horizontal y tratar de dormir, inmersa en angustia por todo el procedimiento al que me vería sometida. En esa cama estuve 63 horas hasta que me llevaron a la sala de cirugía, el sábado en la tarde.
Desde mi posición estratégica —en el pasillo 6—, vi desfilar la miseria humana en todo su esplendor: accidentados, infartados, acuchillados, baleados, mujeres agredidas, mutilados.
Lo más doloroso, sin embargo, fue mirar la cantidad de adolescentes, todos varones, menores de 20 años y de todos los estratos sociales, acompañados de algún progenitor, generalmente las madres, cuando eran llevados a rastras debido a serios problemas de salud mental producto de las drogas.
A la mayoría se les debía tener amarrados a las camas para estabilizarlos. En las noches, lanzaban improperios y gritos lastimeros que penetraban el alma. ¿Cómo dormir? Muchas veces hubo que llamar a los de seguridad porque los jóvenes se ponían violentos y se tornaban peligrosos.
- Deberían llevarnos a todos los ciudadanos, por turnos, a esos pasillos.
Recuerdo a una madre pidiendo auxilio cuando el hijo se le zafó y este venía corriendo por el pasillo hacia donde estaba mi cama. Ella logró detenerlo, pero esa mirada vacía que crucé con el joven la llevaré siempre conmigo. En tres noches que estuve en aquel pasillo, llegaron siete muchachos, y eso solo en el Calderón. Saquen cuentas.
Hoy veo en las noticias que la gente sigue enfiestándose, haciendo caso omiso de lo que las autoridades nos piden. Deberían llevarnos a todos los ciudadanos, por turnos, a esos pasillos. Sin embargo, creo que ni así. A ese grado de egoísmo e indiferencia hemos llegado.
Estando en el hospital, recibí la unción de los enfermos y el óleo santo del capellán, quien al ser requerido se personó rápidamente a mi cama. Fue un gesto reconfortante, su bendición y palabras de aliento hicieron menos penoso ir a una intervención quirúrgica porque siempre existen riesgos.
Desperté en recuperación y sentí un enorme agradecimiento de estar viva. Tres horas después me dieron la salida. La experiencia fue muy fuerte, intensa y deja en mí la inquietud de hacer algo, de ayudar en esta situación que atravesamos. No podemos obviarla, está aquí, ¡debemos despertar! No se vale ser indiferentes.
La autora es historiadora.