
Es un sábado soleado de marzo o abril de 1981. Ese día, mi padre pudo haber dicho “vamos al cine”, ahorrando al máximo las palabras, pero también pudo no haber dicho nada. En mi recuerdo, el silencio se une al intento de alcanzar las zancadas largas de mi padre, conforme atravesamos las diez cuadras que separan el parque Central de San José del cine Universal.
Esa tarde proyectan Flash Gordon. La experiencia de ver por primera vez una película en una sala oscura se reduce hoy a tres elementos: la temible bestia de los bosques, la música extraterrestre de Queen y el descubrimiento de Ornella Muti. Como todos sabemos, cualquier evento memorable puede reducirse a una tríada. Las tres leyes de Newton. Los tres Reyes Magos. Los Panchos.
En la pantalla, Flash Gordon llega accidentalmente al planeta Mongo y descubre que debe salvar la Tierra de las perversiones del emperador Ming. Antes debe vencer a la muerte con la ayuda de la hija del emperador, la seductora princesa Aura, que no es otra que Ornella Muti, y antes debe probar su valentía al introducir su mano en el interior de un tronco fangoso y oscuro, donde habita la Bestia de los bosques.
El interior del planeta Mongo está atravesado por una intrincada maraña de túneles que se funde con la Bestia de los bosques. Es decir, el escorpión letal que se conoce como la Bestia de los bosques es también el tronco retorcido que le sirve de guarida y el ecosistema que se despliega a su alrededor. Es la criatura que habita dentro del sistema que habita dentro de la criatura, como ocurre con las impresoras que viven dentro de las municipalidades que dependen de las impresoras para dejar de funcionar.
La valentía
Llego a la municipalidad y le explico al oficinista que no conseguí pagar el impuesto de la renta a través de Internet. Entonces, como si la palabra “impuesto” no fuera suficientemente grotesca, como si pagar impuestos no fuera un suplicio, debí desplazarme hasta ahí. El oficinista comenta que no tiene noticias sobre “alguna caída en el sistema”, pero que el trámite será muy rápido.
El espacio a mi alrededor encaja con la idea que nos formamos cuando pensamos en una oficina municipal: pasillos angostos, ventanillas numeradas, computadoras de los años 90, un guarda somnoliento al lado de la puerta y sillas dispuestas en una hilera que permite avanzar de manera intermitente. Sillas de siéntese, espere, levántese, muévase, siéntese y vuelva esperar.
La oficina está vacía y pienso que tal vez todas las personas que debían pagar el impuesto lograron hacerlo desde su casa. Todas menos yo. Pago rápidamente, como anunció el oficinista, pero la impresora se niega a funcionar. “Es importante que se lleve el comprobante”, señala con una sonrisa. “Será solo un minuto.” Entonces, introduce su mano en la impresora descompuesta como hace, o como hizo en mi niñez, Flash Gordon.
Entre la proeza de ese personaje y el intento de reparar el aparato existe un vínculo estrecho: la Bestia de los bosques y las impresoras olfatean el miedo. En ese momento, la valentía se revela como el superpoder de quienes no tienen superpoderes. Como ocurre con Flash Gordon y con los oficinistas que se enfrentan diariamente a la amenaza de una impresora descompuesta, a jornadas cargadas de tareas pendientes, datos que digitalizar y agendas que rellenar.
El comprobante
Salgo de la oficina con el comprobante en la mano y pienso en la figura malhumorada y caprichosa que imaginamos habitualmente tras el escritorio de cualquier oficina pública. Esa imagen se produce cuando chocamos de frente contra ese entramado de aparatos y pasillos que llamamos burocracia y no contamos con la suerte de encontrarnos con un oficinista valiente.
Se ha escrito mucho sobre los oficinistas. A sus días grises y sus frustraciones les han dedicado páginas célebres autores clásicos como Dickens, Kafka y Dostoievski, y contemporáneos como Guillermo Saccomanno y Jonas Karlsson. No recuerdo, sin embargo, el retrato literario del oficinista valiente, dispuesto a arriesgar su integridad física por un comprobante. Esa estampa elogiosa es, me parece, una tarea pendiente.
Avanzo por la calle y me propongo escribir este relato como la confirmación de que la valentía existe en la vida cotidiana y espera siempre, agazapada, debajo de los escritorios. Como un comprobante y un agradecimiento para quien, muchos años después, frente a una impresora descompuesta, me recordó la tarde remota en que mi padre me llevó a conocer el cine.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.