Amo a los perros. Desde que tengo memoria, recuerdo a los primeros (ya borrosos) que me movieron la cola.
Fue amor al primer mordisco. Y han pasado por mi vida al menos ocho o nueve igualmente memorables. Y todos han dejado su huellita de flor en mi alma.
Rex: zaguate puro, se dejaba montar como si fuera un corcel y aunque yo le ayudaba en su trote con mis propios pies, recorrimos praderas, bosques y pantanos imaginarios, desafiando los más terribles peligros de los que siempre salimos triunfantes. Los dos teníamos ocho años.
Gitana: pastor alemán finísima. Me cuidó celosa, correteó a mis mejores amigos que ella no aprobaba porque me quitaban tiempo para jugar y cepillarla a ella. Me rompió el corazón cuando tuvimos que enviarla a una finca, porque vivíamos en un apartamento chico y más chico era el presupuesto familiar como para mantenerla. Yo misma tuve que subirla al camión de carga porque no dejaba que nadie la tocara. Esas cosas duras y heroicas que hacen lo niños sin saber que van a dolerles para siempre.
Mafalda: quedó tatuada en mi ser. La sacaron de la pancita todavía viva después de un parto difícil de su madre. Era como pequinesa con maltés, no tenía rabo y me amó como quiso Lassie a Jeff Miller. Me acompañó toda mi infancia. Me ayudó a no notar ausencias fundamentales. Me vio hacerme mujer. Allí estuvo cuando escribí mis primeras canciones, le conté del primer beso y del primer muchacho que me gustaba. Ella y mi guitarra: mis dos valiosísimas posesiones a la edad en que uno no tiene nada. Nos despedimos cuando yo tenía 20, Fer y yo estábamos por casarnos, y ella, según el libro de la vida, ya había cumplido su misión. Cuando fui a buscarla luego de mi luna de miel, ya no estaba, sin explicación alguna. Abducida por el destino, tal vez. Cuando paso por esa calle, todavía la busco y espero que me salga al paso.

Kínder: una pastor cruzada que resguardó nuestra primera casa ya de casados, luego de que intentaron robarnos. Linda, tremenda, noble. Ayudó a cuidar a mi hija Catita cuando nació y me avisaba cuando estaban secas las mantillas.
Pachuco: híbrido de pura raza, lo trajimos para que nuestra hija viviera la experiencia de tener un perro, pero realmente la aventura fue para todos. Nervioso por los relámpagos, cada vez subía más alto. Un día lo bajamos de la canoa, otro día del techo y la última vez, llegó a Luna, como Laika. Amado, querido y raro como un ornitorrinco.
Fili: llegó a la casa a la que nos mudamos cuando murió mamá. Pequinesa asombrosamente fina. Un día que yo estaba haciendo abdominales, se atravesó entre mi espalda y el piso y cuando me levanté después del “crack”, la pobre parecía una alfombra de oso polar como la de las fábulas. La armamos en la veterinaria y la cuidé con tal esmero que Florence Nightingale habría sentido envidia. Después quedó caminando como Iris Chacón, pero más bien le hacía gracia.
Thali: una corgi que tenía más pedigrí que yo. Cuando nos la dieron, eran tantos los papeles que certificaban sus ancestros, que fui a sacar el carné del seguro, y el pasaporte, y hasta la tarjeta de puntos extra en el supermercado para sentirme menos indocumentada. Encantadora, vieja, matrona, aristocrática, se acostumbró a comer pan con paté y bodoquitos de natilla, pues siempre he consentido a los perros de mi vida con esas poladas y han vivido mil años.
Tasha: beagle, cachorra, soltera, se la trajo el “Niñito” a Cata y acabé –como pasa con todas las mascotas de los hijos– siendo su niñera. Tanto duró, que al final, cuando había que llevarla a las citas geriátricas, le compraba un cono en la ventanilla de esos negocios de comida rápida, que me agradecía a lengüetazos.
Camila: beagle también, porque esos demonios orejudos se portan mejor en grupo. Despidió a Tasha con dignidad, pero casi muere de la tristeza. Expresaba su duelo como deberíamos hacerlo todos: a gritos, aullando a la Luna, sin comer, sin querer hacer nada hasta que se le pasara.
Tasha II: aunque no debe ponerse nombre viejo a perro nuevo, lo hicimos en honor a la difunta y nos robó el corazón. Ella y Camila no se llevaban muy bien. Dormían como el yin y el yan: una para arriba y otra para abajo. A veces se echaban unos pleitos tan terribles, que yo me metía en el remolino de hocicos y colas, y en aquel molote también daba mordiscos hasta poner orden, porque las peleas eran más rudas que una de Hannah Gabriels o de Yokasta Valle.
Pepper: el schnauzer que adoptó nuestra hija, pero él después nos adoptó a nosotros, pues cuando quedó el nido vacío, él lo llenó con pelos y ladridos, comiendo con este par de viejos arroz con pollo del Meylin, y sopa. Nos cuidó como un ángel de la guarda hasta su último suspiro.
Sam: schnauzer paqueteado que vino a llenar el vacío que nos dejó Pepper cuando se marchó más allá del arcoíris. Sam fue motivo de mi segundo libro, el hit parade de los otros, porque con Las aventuras de Sam, el diario de un perro bloguero, comprobé el poder de la fantasía en las redes sociales. Se hizo tan popular, que sus seguidores preguntaban más por él que por mí. Todavía nos llena el corazón de alegría y sustos cuando tiembla porque caen rayos, pero tiene una personalidad fascinante y seductora como la de Robert de Niro.
Y, Otto: el “otto” perro. Recogido en una montaña salvaje, llegó a nuestra vida después la pandemia. Se le contaban las costillas como en una extraña marimba. Beagle de nacimiento, desfachatado por definición, se roba la comida, los limpiones, los anteojos, las cucharas, se sube a todo como Kripto, el perro de Supermán, y ladra como un loco (en realidad haría las delicias de cualquier psiquiatra), pero junto a Sam, nos llena la casa y el tiempo y la vida.
Ellos son tan importantes como cualquier otro miembro de la familia. Son familia.
Familia prudente, familia fiel, familia solidaria, familia agradecida, familia que habla sin abrir los labios, familia que no juzga, familia que no pregunta, familia que acompaña, simplemente familia.
Todos y cada uno han dejado en mí su huella de florcita. Los extraño cada vez que los recuerdo. Y si están vivos aún, los rindo como un helado.
Solo espero que cuando sea yo la que cruce el arcoíris, después del túnel y las luces y las voces en eco y todas esas cosas que no sabemos cómo serán, ellos, todos, vengan a mí, moviendo su cola como antes, y yo tenga que sentarme en una nube para dejarme querer como siempre.
Y ahí sí que creeré en una vida eterna donde no haya que despedirse de los que uno ama. Donde siempre haya sopa de pan con jarrete para darles. Donde podamos dormir todos juntos y apretujados y suspirar porque tanto amor nos hace sentir seguros.
Lo sé. Tiene que ser así. Lo juro.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.