
En diciembre, el cantautor Bad Bunny reunió a miles de compatriotas en sus conciertos. En busca de acceder a la segunda ronda electoral, los equipos de campaña de diversos candidatos han buscado acercarse al voto joven adoptando narrativas del último álbum del artista. Entre ellas destaca la noción de “gentrificación”, presentada para el contexto latinoamericano como un fenómeno ambiguo: costas prístinas “invadidas” por extranjeros adinerados que llegan con alto poder adquisitivo, pero poca consideración hacia la población local.
Esa interpretación difiere de manera sustantiva de la definición de la Real Academia Española, que limita el concepto a entornos urbanos. Bajo este uso expandido, la gentrificación ha perdido buena parte de su precisión y, tanto en su dimensión económica como cultural, ha sido empleada como insumo para los discursos de varios candidatos.
En principio, podría verse como algo positivo que el término conecte con nuestra realidad y que la juventud se involucre en política a través de temas contemporáneos. No obstante, un análisis más profundo revela el riesgo de que estas ideas alimenten nuevas formas de polarización.
Reducir la gentrificación a una reacción frente a los efectos negativos del turismo es insuficiente. La globalización, ciertamente, no ha cumplido todas sus promesas: baste recordar cómo Donald Trump prometió en 2016 devolver la industria a Michigan tras su desplazamiento a otros países. Sin embargo, Bad Bunny no encarna las voces más golpeadas por la globalización, sino a una clase media urbana que adopta este término desde una comodidad que rara vez se traduce en acciones para atender las injusticias que denuncia.
Un principio básico del desarrollo sostenible es comprender las realidades concretas de las personas, no caricaturas simplistas. Y, lamentablemente, eso es lo que ocurre con frecuencia. Cuando se discute la inflación en las zonas costeras, la respuesta técnica es clara: hay que impulsar el desarrollo de la economía rural. Aun así, la lectura ideologizada de la gentrificación propone restringir la inversión como si se tratara de una solución deseable, idealizando una periferia que ya enfrentaba rezagos antes del auge turístico.
En el escenario internacional, mientras la Agrupación Nacional francesa es catalogada como “ultraderechista” por su rechazo a la migración masiva, movimientos nativistas locales se presentan como defensores de lo culturalmente sagrado sin recibir una crítica equivalente. Allí se evidencia un trasfondo que permea la discusión sobre la gentrificación: el tercermundismo. Según Zineb Riboua, esta ideología estuvo presente en la exitosa campaña de Zohran Mamdani en Nueva York y hoy gana terreno a escala global.
El tercermundismo opera como un referente moral para sus adeptos: erige a los países del llamado Tercer Mundo como estándar ético y divide al mundo entre opresores y oprimidos, alentando la idea de que las potencias deben “pagar” por sus pecados históricos. En ese marco, la lucha contra la gentrificación se convierte menos en un esfuerzo por construir una sociedad justa y más en la persecución de narrativas predeterminadas. Lo prioritario deja de ser el diseño de política pública y pasa a ser la identificación de culpables dentro de una estructura rígida de poder.
En un momento en que la ciudadanía está expuesta a un debate público cada vez más tóxico, lo último que necesita el país es profundizar divisiones mediante etiquetas simplistas. Ese riesgo, además, acerca inadvertidamente estas campañas al oficialismo del cual buscan distinguirse. La discusión sobre la gentrificación requiere matices, diagnósticos precisos y propuestas reales, no marcos ideológicos que reducen la complejidad de los territorios y de su gente.
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Antonio Figueres es un estudiante recién graduado de secundaria.