
Ocurrió allá por 1994. Un compañero de trabajo me invitó a ver un terreno que vendían en un pueblito de Heredia. Lo compré a pesar de estar frente a calle de tierra, sin servicios de agua ni luz. “Algún día llegarán los servicios…”, me decía.
Durante varios años, don Juvenal, un lugareño, limpiaba el lote para que no se enmontara.
Un día me dice:
–Mirá, Víctor, te propongo cambiar tu propiedad por la mía.
A lo que yo le respondí, extrañado:
–Pero, Juvenal, ¿cómo va a ser, si vos tenés tu casa propia, frente a calle pública, asfaltada, con todos los servicios? Vale más. Y aquí no hay nada.
El diálogo siguió así:
(Juvenal) –No te preocupés. Aquí hago un rancho y me meto. Ya hablé con un amigo que tiene casa como a 200 metros de aquí y él me da un hilito de corriente y agua. Con eso, me la juego.
(Yo) – Pero, Juvenal, muy inestable y aventurado. ¿Qué tal que, en algún momento, ya no te dé agua ni luz, o venga la compañía y lo prohíba? Te quedás en el aire. Y otra cosa: se incomodará tu familia…
(Juvenal) –Mirá, mi familia está de acuerdo y, bueno, qué caray, te voy a decir la verdad: tengo un vecino, también del pueblo… ¡Nos odiamos! Pasamos peleándonos. Que se metió tu perro en mi propiedad. Que tus gallinas se meten a mi lado. Que podaste mi árbol. Que corriste la cerca. Que me tiraste basura. Que esto, lo otro y aquello. Ya veo el día en que él, o yo, provocamos una desgracia. Y, diay, todos en casa quieren evitarlo y, la verdad, yo también. Entonces, como somos propietarios y él no se va a ir, pues yo me largo.
Por más que lo intenté, no lo persuadí. Hicimos números y llegamos a un intercambio satisfactorio. Él, principalmente, ganó en paz y tranquilidad. No mucho tiempo después, audazmente estaba levantando su casita.
Yo me quedé meditando si había sido una locura lo que hice, pues también me estaba asegurando un vecino que podría ser fuente de problemas. Como no tenía planes de construir a corto plazo, solo procuré una prudente relación con el vecino.
No había pasado un año, cuando me enteré, por el mismo vecino, que había vendido su propiedad y que se iba a un terreno que compró en San Vito de Coto Brus.
Me quedé reflexionando –y especulando– que en el fondo podría ser que su vida, sin odio, ni peleas constantes, no tenía sentido.
Tal vez existan personas que necesitan la guerra como alimento, los pleitos como combustible, la guerra y la amenaza como cotidianeidad.
Hay una bella canción de Mercedes Sosa, Como pájaros en el aire, y una de sus estrofas dice: Las manos de mi madre / me representan un cielo abierto / y un recuerdo añorado / trapos calientes en los inviernos. / Ellas se brindan cálidas / nobles, sinceras, limpias de todo / ¿cómo serán las manos del que las mueve gracias al odio?
Cuando la escucho, sobre todo la última oración, me hace recordar esta anécdota con Juvenal, y la desolada existencia de aquellos a quienes el odio les recorre las venas y no saben vivir de otra manera.
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Víctor Chacón Rodríguez es economista y director ejecutivo de la Cámara de Fondos de Inversión.