Si usted vive en un barrio de cualquier parte del país, lo más seguro es que esté familiarizado con la grabación de “estimados vecinos, andamos recogiendo chatarra (…)”. También escuchará a menudo a quien vende huevos frescos o a los múltiples vendedores de fruta o verdura.
Tampoco le parecerá extraño que alguna tienda o restaurante promocione sus productos o que los empleados municipales griten a todo pulmón para que les demos un regalito por el Día del Padre o Navidad.
Si usted vive en un condominio o residencial privado, todo esto le puede parecer una divertida anécdota que cuentan “los demás”, pero no es parte de su realidad.
Para desgracia de unos y ceguera de otros, el silencio se ha convertido en un lujo, que solo viene incluido en el contrato de compra de una casa en condominio, con estrictas reglas, en donde no solo prohíben el ingreso a las promociones con perifoneo, sino que también incluyen un severo reglamento interno con horarios para fiestas, limpieza de jardines, tenencia de animales y uso de espacios comunes.
Estas normas, que deberían estar disponibles para todos, no lo están para los habitantes “de a pie”. No existe gobierno que ayude a garantizar algo de tranquilidad a los ciudadanos.
Los gobiernos (central o locales) carecen de alcances, personal y voluntad para controlar la contaminación sónica. Las tiendas en el centro de la ciudad se pelean por ser la que tiene la música o el vendedor más animado por medio de micrófonos y parlantes a todo volumen.
El perifoneo en los barrios anda por la libre, las fiestas en casas —muchas veces fuera control—, no pueden ser intervenidas, el ladrido de los perros en las cocheras tampoco.
No son pocos los barrios que se encuentran en zonas declaradas como mixtas, que tienen de vecino a un bar con karaoke incluido, cuyo ruido claramente llega a las áreas cercanas, consideradas como residenciales. Las pruebas de decibeles las realizan a las 10 a. m. o a las 5 p. m., así que el reporte siempre va a ser favorable para el negocio.
Lo curioso es que estas situaciones se conocen, se permiten y se aprueban, pero no hay ningún tipo de regulación para controlarlas. La municipalidad da permiso a las chatarreras y verduleros para sus escandalosos recorridos, siempre y cuando, sea después de las 7 a. m., pero no controla que el horario se cumpla o que el ruido que generan esté dentro de los decibeles saludables; tampoco hay control en la cantidad de camiones que usan ese recurso por día, en cada calle. En donde vivo, en un barrio de Zapote, pueden pasar hasta cinco en una sola mañana.

Derecho de pocos
Cualquier empresa cree que puede interrumpir la tranquilidad de un barrio solo porque existe esa libertad, sin importarles las personas que trabajan, están enfermas o simplemente desean disfrutar de algo de paz en su propia casa. Las autoridades no están priorizando el bienestar de la mayoría, sino el derecho de pocos de beneficiarse a través de ruido.
Un viejo problema, por todos conocido, es la contaminación sonora excesiva que provocan carros, camiones y motocicletas. De nuevo, los mecanismos para vigilar son nulos. La revisión técnica es incapaz de controlar el ruido en carretera, ya que se hace la revisión en un espacio controlado, en donde los involucrados llegan con la mufla en regla y luego de aprobar, vuelven a quitar o poner sus accesorios.
Los nuevos involucrados, las bicicletas con motor de podadora, están absolutamente por la libre y sin posibilidades de control a corto plazo, ni siquiera cuentan con licencia, obligación de casco o el mínimo cumplimiento de las señales de tránsito; mucho menos van a tener una regulación por el ruido que generan.
Tenemos ejemplos de otros países, donde hay medidas “extremas”, como en Suiza, donde no se puede bajar la cadena del inodoro después de las 10 p. m. o ciudades en donde, al llamar a la policía por el ruido de una fiesta vecina, de una vez llegan con la boleta de la multa.
Claramente existen factores culturales que permiten a los ciudadanos disfrutar del silencio propio y respetan el de los demás. Es posible que ni siquiera se requiera demasiada intervención de las autoridades, los ciudadanos simplemente tienen la conciencia del respeto por el derecho ajeno al silencio.
Costa Rica puede hacer cambios en algunas leyes nacionales o municipales, solo se requiere de un poco de voluntad. Los cambios no necesariamente deben ser al mismo tiempo ni de golpe, pero pequeños ajustes pueden mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos. Lo que sí necesitamos es que, quienes tienen esas posibilidades en sus manos, tengan conciencia de que hay muchas personas viviendo realidades diferentes a las de sus condominios.
Que la grabación de “estimados vecinos (…)” no sea un meme de las redes sociales, que exista conciencia de que los bares en zonas mixtas afectan también a las áreas cercanas, que el silencio no debería ser un lujo para unos cuantos, sino un derecho para todos, aplicado por los ciudadanos y garantizado por el Estado.
La contaminación sónica, al igual que la contaminación por emisiones de gases de los vehículos o la basura en los ríos, es un conjunto, no puede verse por separado, ni podemos cerrar los ojos a unas cosas sí y a otras no.
Como país, hemos tenido enormes avances en la protección del medio ambiente, a diario vemos iniciativas privadas y públicas para no generar mayor contaminación en bosques, ríos y mares. Podemos avanzar también en otros tipos de contaminación que afectan el ambiente y la salud mental y física de los ciudadanos. Es querer, es aportar desde nuestro metro cuadrado, es aprender a respetar y, sobre todo, exigirles a las autoridades mayor control y apoyo para el cambio.
La autora es diseñadora gráfica y fotógrafa.