
Escuchar, en estos tiempos, es una pequeña travesura, un riesgo, una aventura y hasta un acto de resistencia. Me atrevo a decir también que es un acto de amor. Siempre lo ha sido, pero como ahora es una práctica poco entrenada, encontrarse a alguien que escucha es como ver un quetzal en vivo: un momento que no sucede a menudo.
A mí me enseñó a escuchar el libro Momo, de Michael Ende. En esa novela, hay una niña que mira con sus ojos abiertos a quien habla con ella. Escucha con tanta atención, absorta totalmente en el momento presente, que la gente encontraba por sí misma las respuestas a sus preguntas. También me enseñó a escuchar Esteban, un profesor del colegio, quien tenía varias frases que se me quedaron en la memoria: “hay que aprender a perder el tiempo con las personas”, “siempre que se encuentre con alguien, hágala sentir importante”
Junto a Esteban, he sido dichoso de contar con parejas, amigos y familia que siempre han tenido la paciencia de jalar de hilo de mis enredos sin juzgarme. Todos han sido maestros. Han sabido escuchar sin preparar simultáneamente una respuesta o una opinión en su mente mientras les expreso algo, o sin darle vuelta al rol, tomando una idea que expreso para compartir ellos sus propias historias tras pronunciar la frase: “A mi me pasó algo similar”.
Escuchar también puede ser una embarcada, lo confieso. Interesarse por otro puede resultar riesgoso: descubrir que hay un fardo enorme que nos piden compartir, y quizá hasta tanto no queríamos llegar. Pero a menudo es un laberinto en la oreja que nos lleva por aquí y por allá: historias, aprendizajes y entretenidos momentos que no están en TikTok o en la pantalla del teléfono que nos roba la atención de la gente de carne y hueso que tenemos alrededor.
Hace poco viví dos experiencias enriquecedoras por interesarme en conocer, preguntar y escuchar a dos personas durante una feria del libro. Y quise redactar lo vivido como un apunte de memoria.
La rendijita de Dios
“Encebollado y locro”, recomendó Dalton, un escritor ecuatoriano que iba en la misma buseta que yo. Me escuchó preguntar qué comer en Quito y quiso intervenir. De ahí, el asunto pasó a otros temas y me invitó a un conversatorio en el que iba a participar.
Fue allí donde contó que, por una herencia genética familiar, había nacido con la capacidad de ver solo el 10% con sus ojos. Su madre siempre le tenía en la mesita de noche una estampita de Santa Lucía, abogada de los no videntes. Quizá algún día se haría el milagro.
Dalton se apasionó por las historias. Buscaba la manera de escuchar la voz de tinta de los libros. Aprendió braille y también pedía que le leyeran novelas, ensayos y cuentos. Se inventaba la forma de leer con los oídos y el tacto. La piel era sus ojos.
“No hay que renegar de la ceguera. Dios nos ha dado al menos una rendijita. Por ahí intentá mirar”, le repetía su madre.
La pasión por la literatura era incontenible para Dalton. Ahí en la conferencia dijo por qué: “Es que allí donde la realidad nos dice que no, en la literatura se nos dice que sí. Allí todo puede suceder”.
Dalton ha sido Premio Nacional de Literatura en Ecuador. Acaba de presentar una nueva novela. A mí me regaló un libro de cuentos firmado y con una posdata: “Hay en mi casa y la de mi esposa un espacio para ti”.
Tiene el corazón ancho y humilde. Es que tiene unas rendijitas que le permiten mirar con alma y humanidad. Deben de ser así las ventanitas de Dios.
Este apunte de memoria no hubiera existido sin la escucha. Es como un regalo que me traje del viaje sin ser detectado por un “escáner” de aeropuerto, y sin pagar kilos extra de equipaje.
Tampoco hubiera sido posible el encuentro con Samay, escritora de habla quichua, a quien de metiche le escuché esta otra experiencia.
La voz de la laguna y del viento
Samay llegó tarde al almuerzo. Había una silla en frente de mí y ella se sentó. Como buen periodista, yo empecé a preguntarle sobre sus libros y su cultura.
Me explicó que su nombre significaba “fuerza de vida” en lengua quichua, un idioma que había nacido de los pueblos precolombinos de Ecuador al mezclarse con el quechua, la lengua imperial de los incas que venían a conquistar. De alguna manera, el quichua es, a la vez, una lengua de resistencia y de adaptación a un tremendo cambio, a una invasión.
Me explicó que su tarea como escritora es guardar los saberes de las abuelas: unas son guardianas del lenguaje de las lagunas y otras, del susurro del viento en lo alto de los cerros. Samay dice que en las lagunas, las abuelas escuchan al agua llorar. Entonces, saben leer en ello la conducta de los hombres. Arriba, en los cerros, el viento susurra y canta. Dice secretos para quienes saben escuchar y acatar.
Samay me contó que, en su lengua, hay una sola palabra para decir volar y jugar. Suena algo así como “faway”. También me contó que el rojo que cubre sus brazos es un signo de protección, y el dorado de sus aretes y cadenas es como la piel del sol.
Dice que el tiempo y el espacio se unen en los solsticios y los equinoccios: por eso, en esas fechas se da el inicio de la siembra y el de la cosecha. También el Sol y la Luna marcan el tiempo de la bendición: es entre febrero y marzo cuando se rocía con agua de flores a la gente querida. En este encuentro descubrí la visión de escribir para construir comunidad.
Escuchar es una manera de leer, pero con un libro de carne y hueso que siempre está al alcance de una pregunta, una mirada, un “hacer sentir al otro como una persona, como alguien importante”.
Rodolfo González Ulloa es docente en la Universidad Técnica Nacional (UTN) y en la Universidad de Costa Rica (UCR). Es periodista, narrador oral y escritor.