
A los siete años de edad, cuando cursaba el segundo grado de la escuela, un trozo de grafito se instaló en mi dedo corazón derecho. A partir de ese día, ha vivido conmigo y me observa desde el otro lado de la piel.
El accidente que albergó el grafito dentro de mi dedo ocurrió en los predios del sacapuntas. Lo llamábamos así para diferenciarlo del tajador, que funcionaba girando el lápiz dentro de una cavidad provista de una pequeña navaja. El sacapuntas, en cambio, hacía su trabajo de forma misteriosa, en el interior de una caja que respondía a los movimientos de una manivela y producía una música mágica y rudimentaria.
El sacapuntas era el salvoconducto que nos permitía levantarnos del pupitre sin necesidad de alzar la mano y pedir permiso. Entonces, quienes no teníamos un tajador o preferíamos levantarnos en cualquier momento, avanzábamos hacia la pared trasera del aula, echábamos a andar la manivela, escuchábamos la música y entrábamos en un trance que nos permitía seguir la clase desde otro lugar y otro tiempo.
El accidente ocurrió, como contaba, bajo el embrujo del sacapuntas. Mi amigo Ricardo venía con su lápiz Mongol N.° 2 recién afinado, yo iba con el propósito de afinar el mío, hubo un giro con resbalón, una aguja negra que apuntó hacia mi cara y una mano que se interpuso en el camino. En la mano había un dedo, el corazón, que albergó, desde ese día, la punta fina del grafito.
Ovejas y viajes espaciales
El grafito y el diamante pertenecen a una familia de minerales que desciende del carbono, aunque el grafito se alejó de su pariente célebre y duro para acercarse al trazo, el dibujo y la escritura. No por casualidad, el término grafito deriva del griego graphein, que significa, precisamente, escribir.
Por otra parte, el grafito comparte con el grafiti unos vínculos que trascienden la semejanza de las palabras. El grafiti es un grito en la pared que resuena desde la época del Imperio romano. Es escritura convertida en señal y en transgresión. Los pastores ingleses que en el siglo XVI escribieron con grafito sobre el cuero lanudo de sus ovejas hicieron grafitis vivientes. De paso, le allanaron el camino a la invención del lápiz.
El grafito resiste a las altas temperaturas y es un hábil conductor de la electricidad. Estas virtudes lo han ubicado en la primera línea entre los materiales que se utilizan en el aislamiento térmico de edificios y en la fabricación de baterías de vehículos eléctricos. El grafito protagoniza, además, los mayores avances tecnológicos que aparecen en la producción de reactores nucleares y en la industria aeroespacial.
Ahora bien, a pesar de tanta innovación y de tanto razonamiento, el grafito atesora las enseñanzas de los antiguos griegos y sabe que la mente solo puede moverse a sus anchas dentro de un cuerpo sano. Esa certeza lo ha llevado a infiltrarse en las raquetas de los tenistas profesionales, desde donde observa, en palcos de lujo, los ires y venires de una esfera verde que viaja en el espacio.
Un consejero imaginario
El Mongol N.° 2 de mi amigo Ricardo no viajó desde Mongolia, como podría suponerse, sino desde una fábrica neoyorkina. El grafito que surcaba su interior vino de un yacimiento ubicado en el subsuelo de Canadá o de México, donde había permanecido durante cientos o incluso miles de millones de años.
Por aquellos días, la publicidad afirmaba que el Mongol N.° 2 podía escribir 16.250 palabras. Esa cifra no me cabía en la cabeza. No podía imaginarme tantas palabras juntas, una tras otra, como ahora me resulta difícil pensar que el trozo de grafito que habita en mi dedo corazón ha estado acá desde el tiempo en que la Tierra era un caldero de asteroides y volcanes.
De niño, tuve un amigo imaginario; durante la adolescencia tuve novias imaginarias y desde que cumplí cuarenta, tengo una nutricionista imaginaria. Pienso que llegó el momento de nombrar a mi grafito como consejero imaginario. ¿Dónde podría encontrar una opinión más sabia? ¿Para qué Alexa o ChatGPT cuando se puede contar con el consejo de Indiana Jones, Franklin Chang y Roger Federer juntos?
Ahora debo concentrarme en estudiar la lengua silenciosa de los grafitos y en aprender a reconocer los gestos de entusiasmo y de melancolía del pequeño punto oscuro que flota en mi falange. Cuando todo termine; o más bien, cuando yo muera, mi cuerpo tardará unos 25 años en descomponerse bajo la tierra.
A mi propio privado grafito le tomará miles de millones de años sumergirse en el fondo de la nada. Eso, si es que ocurre algún día.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.