No podíamos conciliar el sueño. Imposible sustraernos del cosquilleo hasta que nos levantaran de madrugada para emprender el viaje a San Isidro de Puntarenas. Los tíos Rafael y Rosario llevarían en carro a la abuela Manuela, a las tías Canda, Mela y, además, a Blanca, cocinera de cuchara exquisita y cuidadora de la anciana de falda larga y chal infaltables.
Nosotros viajaríamos en tren. De la casa, en taxi a la terminal del Ferrocarril Eléctrico al Pacífico, edificio histórico que conserva su majestuosidad y los mosaicos brillantes en los que, al corretear, mi hermano y yo poníamos a chillar las “Bilsas” que hacían nuestras las delicias de patear bolas, tarros y afines, o escalar palos de nísperos, guayabas, cases y jocotes. El tequio en “la pista de mosaico” cesó de inmediato al regaño de mi madre sentada con mi hermanita en su regazo y la serena espera de mi papá con un cigarrillo encendido y los boletos en la mano, hasta que el vigilante abrió la portezuela que da al andén y los pasajeros abordamos los vagones del convoy legendario.
Silbato corto y silbato fuerte. La musicalidad in crescendo del tren sobre los rieles aumentaba la expectativa del viaje. Lento y cadencioso en los primeros kilómetros, el ferrocarril aceleraba en La Sabana con rumbo oeste y aparecían las estaciones de llamativos nombres: Electriona, Belén, Nuestro Amo, Ciruelas, Siquiares… Más allá, las paralelas en las tierras cálidas nos hacían apreciar casitas y ranchos de campesinos y jornaleros de Turrúcares y Cebadilla. Seguía la sensación del vértigo sobre el puente del río Grande en la continuación hacia Balsa, Mangos, Pan de Azúcar, Escobal… Y Orotina era una fiesta.
Decenas de mujeres de la comunidad inundaban los pasillos del tren ofreciendo sus productos: gallos de gallina achiotada, huevo duro con tortilla, repollo y tomate; cajitas de pino con caimitos y marañones, cajetas, alboroto, café y refrescos. La algarabía del sesteo en la estación de la abundancia daba paso al asombro de la oscuridad repentina en la noche fugaz del túnel de Cambalache. Poco después, cuando desde los vagones podíamos observar en curva y a distancia la máquina del tren, el conductor activaba el silbato largo. La sola evocación del sonido vuelve a erizar mi piel desde el fondo de la memoria.
En la recta final al puerto, nos bajábamos en el pequeño andén de San Isidro, a poca distancia de la casona de temporada, típica estancia costera, con su enrejado en las partes superiores de las paredes por donde circulaba el aire. En la playa, mi papá y tío Rafael instalaban sillas y toldos. Los chiquillos edificábamos castillos, túneles y carreteras con la arena que recogíamos en baldecitos y palitas de plástico, la misma arena en la que, con los años, escribiría nombres de mis amores precoces, quimeras que invariablemente borraba el agua.
La tía Canda sonreía casi siempre. Nunca le abandonó su semblante amable, a pesar de las vicisitudes y el esfuerzo sobrehumano que habría de afrontar sola en el vano afán de salvaguardar el patrimonio y el linaje aristocrático de nuestro apellido en decadencia. Ni siquiera perdió la sonrisa cuando los laberintos del tiempo fueron cortando de a poco sus conexiones mentales con la realidad y Canda extravió gradualmente el norte y su asidero.
Ahora evoco aquel atardecer lejano del paseo familiar. Caminando a su lado por la playa, le pregunté cuánto sabía ella del mar. Se detuvo un momento, observó el horizonte, luego el oleaje, la espuma y las partículas de arena y sal. “Dicen que una vez habló”, expresó. “¿De verdad?” “¿Qué dijo el mar?”, repregunté. La tía acarició mi cabeza, observó el vaivén incesante de la inmensidad y con sus pies humedecidos en la arena, la inolvidable dama de la bondad me reveló para siempre el secreto y la petición sagrada del mar: Dios mío, ¡cuándo me descansaréis!
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Roberto García es periodista.
