
Moisés liberó a su pueblo, pero no pudo liberarlo del miedo a la libertad.
Apenas cruzaron el mar, vino la nostalgia del látigo. En el desierto, el silencio dolía más que las cadenas. Sin amos que mandaran ni horarios que obedecer, la libertad se volvió un abismo. Entonces, pidieron volver a Egipto. El pan de la esclavitud parecía más seguro que el vértigo de decidir por cuenta propia.
Esa escena antigua es la metáfora más precisa de la historia humana: cada vez que el hombre ha sido liberado, ha buscado un nuevo amo.
Spinoza lo advirtió en el siglo XVII: los pueblos no solo soportan la servidumbre: la desean. La desean porque el peso de pensar es más duro que el de obedecer. La desean porque la libertad exige responsabilidad, y el miedo al error nos hace pedir órdenes.
Wilhelm Reich y, más tarde, Gilles Deleuze y Félix Guattari lo explicaron con crudeza: las masas no fueron engañadas por el fascismo: lo desearon.
Esa es la verdadera perversión del deseo gregario: la necesidad inconsciente de ser dominados, la fascinación por el control disfrazado de seguridad. El hombre moderno no pide libertad, sino tranquilidad. Y por esa paz emocional está dispuesto a entregar su criterio, su privacidad y su voz.
Hoy, las cadenas ya no son de hierro. Son algoritmos que nos recomiendan qué escuchar, qué comprar, qué odiar. Látigos de luz, pantallas que calman la angustia con una dosis diaria de distracción. Nos creemos libres porque elegimos entre miles de opciones, sin darnos cuenta de que todas conducen al mismo sitio: la comodidad del pensamiento ausente.
Elias Canetti, en su teoría de masas, observó que el ser humano siente placer al perderse en la multitud: allí desaparece la culpa, el juicio, la exigencia de ser uno mismo.
Deseo de ser observados
Ese mismo instinto opera hoy en las redes, donde la masa digital piensa, juzga y condena al unísono. El individuo, para no ser devorado, prefiere fundirse con ella.
El problema no es que nos vigilen; es que nos gusta ser observados. Publicamos nuestra intimidad, rogamos atención, contamos nuestras miserias con filtros de color. El antiguo esclavo temía al amo; el nuevo lo imita, lo sigue y lo adora. Ya no nos dominan por la fuerza, sino por el deseo: el deseo de pertenecer, de ser vistos, de no quedar fuera.
Y este deseo no es ajeno a América Latina.
Nuestros pueblos, fatigados de promesas y desilusiones, han aprendido a desconfiar de la libertad. A veces no solo toleran las dictaduras: las ansían. Prefieren la voz firme que promete orden al silencio incierto de la democracia. Confunden autoridad con liderazgo; control, con esperanza. Y mientras aplauden al caudillo que “pone mano dura”, renuncian, poco a poco, a su derecho de disentir. Así se perpetúa la vieja costumbre colonial: delegar la libertad a cambio de protección.
En educación ocurre algo similar.
Queremos estudiantes críticos, pero la escuela conductista es la clave para la obediencia. Queremos innovación, pero adoramos la norma. Queremos libertad, pero seguimos repitiendo los modelos que nos tranquilizan. La escuela también teme al desierto: ese espacio sin respuestas donde el pensamiento debe caminar solo.
El deseo de la servidumbre es, al final, una forma de cansancio.
Preferimos la jaula al vacío, el manual al riesgo, la pantalla al silencio. Por eso, los discursos populistas prosperan: prometen control, disciplina y certezas. Y las masas, fatigadas de pensar, agradecen incluso cuando les anuncian que les quitarán libertades individuales.
Somos tierra fértil para futuras dictaduras porque hemos sido emancipados por una educación bancaria basada en la memoria; una sociedad violenta que, a fuerza de hartazgo, está cifrando sus esperanzas en la ganancia fácil, en el contrato a la medida y en seguir cantos de sirena, aunque lleven directo al encierro.
Ese es el punto más oscuro del alma colectiva: el instante en que la sumisión se confunde con alivio. Las masas ansían control porque la libertad las asusta; su confusión con el libertinaje y la falta de responsabilidad las hace proclives a desear un amo que las controle.
La libertad duele, sí.
Pero es el único dolor que nos recuerda que seguimos vivos.
Rafael Mora Goñi es educador.