
Después de varias horas de viaje llegamos a río Celeste, en las laderas del volcán Tenorio. Nos protegemos del aguacero con unas capas que nos venden unos muchachos en la entrada del parque. La lluvia levanta un olor a azufre y a trópico húmedo que lo cubre todo. Frente a nosotros caminan unos turistas franceses que no entienden cómo puede caer tanta agua al mismo tiempo.
Pronto bajamos unas gradas empinadas –de esas que uno teme volver a subir– que conducen a la cascada, una de las mayores atracciones del sitio. Durante el descenso, de repente, escampa y un rayo de sol cae sobre una poza tan celeste como la capa de mi hija menor. El color es tan inusual, tan distinto al de cualquier lago o quebrada, que el efecto resulta sobrecogedor.
¿Qué minerales de las entrañas de la tierra se habrán disuelto en esa agua que la hacen tan azul? ¿Será por influencia del entorno volcánico? Y, si el color viene de las rocas volcánicas, ¿por qué solo este río lo presenta y no otros de la zona? La subida se aligera por el deseo de llegar al Teñidero, la siguiente gran parada. Tal vez allí encontremos respuestas sobre el origen de este azul.
La magia de río Celeste
Seguimos el sendero que bordea la quebrada Agria, de agua transparente, hasta el punto donde se une con el río Buenavista, también claro y cristalino. Es justo ahí donde ocurre la magia: el agua, primero blanquecina, se tiñe de azul unos pocos metros más abajo. Dos corrientes limpias se encuentran y, de pronto –como si alguien agitara un frasco invisible–, el color cambia ante nuestros ojos.
El Teñidero es un laboratorio a cielo abierto. La naturaleza nos invita a observar con curiosidad, a hacernos preguntas, a quedarnos un momento más frente al misterio. En esa pausa comienza algo más que el asombro: la necesidad de comprender, el impulso de mirar otra vez.
En medio del silencio, mi hija mayor rompe el hechizo y señala un cartel junto al sendero. Ahí está la explicación del fenómeno: la quebrada Agria, como su nombre lo indica, tiene un agua ácida que, al mezclarse con la del río Buenavista –de pH casi neutro–, provoca que las diminutas partículas de sílice y aluminio que ambos transportan se aglomeren. En esa reacción, las partículas crecen –desde unos 180 hasta alrededor de 560 nanómetros de diámetro– a un tamaño que cambia la forma en que la luz se dispersa dentro del agua.
Cuando la luz solar incide sobre el agua, esas partículas suspendidas dispersan preferentemente las longitudes de onda cortas, las azules, en muchas direcciones. El resultado es una ilusión óptica: el río parece teñido, aunque no contenga pigmentos ni minerales de color azul.
De regreso al carro, una mariposa morpho cruza el sendero. Recuerdo lo que había leído alguna vez: su azul tampoco está en la materia, sino en la manera en que la luz la toca. En sus alas, miles de escamas microscópicas desvían los rayos hasta que solo queda visible el azul.
El azul en la naturaleza
A la mañana siguiente, en la terraza, el sol tarda en llegar. La luz asciende despacio desde detrás de la montaña y apenas roza las hojas. Un colibrí aparece sobre las flores del “rabo de zorro”. Flota inmóvil. Se ve azul, o verde, ¿o más bien turquesa? Es imposible saberlo con exactitud, porque su color cambia con el ángulo de la luz y con mi posición.
El azul del día anterior aún revolotea en mi cabeza. Indago sobre el origen del color del colibrí. Al igual que la morpho y el río Celeste, esta ave no posee compuestos azules: sus plumas fabrican el color. Capas de queratina, aire y diminutos granos de pigmento se ordenan con la precisión de un cristal natural; la luz entra, se refleja y se combina, unas longitudes de onda se refuerzan y otras se anulan.
Luego, tengo curiosidad por saber si existen otros ríos donde el azul sea producto de la luz y no de la materia. Descubro que hay varios casos similares en el mundo –y también en Costa Rica, como las pozas turquesa de Bajos del Toro–, pero ninguno menciona una confluencia tan teatral y precisa como la del Teñidero, donde dos aguas transparentes se vuelven azules al tocarse.
Pienso en el azul del río, de la mariposa y del colibrí. Ninguno existe en la sustancia; todos nacen de la luz y del orden. Son ilusiones que la materia fabrica para deslumbrar al ojo. Tal vez por eso nos atraen tanto: porque, como en el Teñidero, la naturaleza parece detener el tiempo para ofrecernos un acto de magia y recordarnos que la curiosidad –esa necesidad de mirar otra vez– es la forma más luminosa del conocimiento.
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Emma Tristán es geóloga y consultora ambiental.