
Los limpiabotas eran parte del paisaje humano en la capital y en otros centros de población; personajes característicos por su forma de ser, con la vocación que se les reconocía, artistas del oficio de lustrar zapatos, para lo cual portaban aditamentos de todo tipo en sus cajoncitos de madera, útiles e identitarios.
Cepillos de variadas texturas, duros, suaves y otros más o menos duros, o más o menos suaves; cepillos para los zapatos negros, para los cafés, los neutros y el cordobán; además, un cepillito de dientes en función de afinar los detalles y las ranuras del zapato. Por supuesto, cabían trapos y trapitos en los cajoncitos de los limpiabotas.
Atendían a los parroquianos que se instalaban en los parques y leían el periódico mientras, sentado en su cajoncito, el limpiabotas se afanaba en lograr la alquimia de la presentación personal y el glamour de cada cliente. Primero, trapito seco, para quitar polvo e impurezas del calzado; luego, trapito húmedo, después cepillo y el betún que untaban con extraordinaria habilidad, sin manchar las medias ni los ruedos del pantalón. Finalmente, el brillo de los zapatos con un trozo de franela, gotitas de agua o el disimulado toque salival que los dejaba relucientes.
Los limpiabotas protagonizaban la vida cotidiana en las ciudades de muchas partes del mundo, y aunque subsisten en distintos lugares, en realidad ya no son tan representativos como antes. En México, el bolero o los lustrabotas operaban en La Alameda y en el Bosque de Chapultepec, rincones icónicos de la inquietante y enigmática Ciudad de los Palacios, tanto que el legendario Cantinflas los inmortalizó en el sétimo arte. A mí me encantaba observarlos laborando en la soda Palace y en La Perla, en el parque Central y en las aceras del centro de San José, para lo cual ofrecían un banquito donde sentaban al transeúnte que hacía su pausa para el catrín.
Simpáticos, auténticos, curiosos y amigos de agradar, nuestros limpiabotas eran grandes conversadores. Entre tazas de café, cigarrillos y ceniceros, los habituales de sodas y restaurantes convertían a sus lustradores en depositarios de confidencias, penas y sinsabores. Porque sabían escuchar.
Los clientes de los limpiabotas de antaño eran caballeros de traje entero, socios del Club Unión y de otros sitios selectos; oficinistas y trabajadores, por lo general de clase media.
De lo anterior, se desprenden dos elementos vitales de nuestro pasado: el aseo y el orden para los que fuimos educados desde la niñez, cuando en la escuela hacíamos fila antes de entrar a clases y las maestras revisaban uñas limpias y recortadas, bien puesto el uniforme y, de suma importancia: los zapatos embetunados.
Otras ventajas de estos orfebres citadinos –muchos de ellos adolescentes y la mayoría en edad madura– eran el disfrute y la inversión del tiempo real al compás de las agujas del reloj, nada que ver con el vértigo a trompicones de un TikTok que exhibe toda suerte de influencers. Algunos son gente seria y coherente, justo es reconocerlo; sin embargo, los buenos creadores de contenido son minoría, sojuzgados por la manada de embusteros de nuevo cuño, falsos profetas, saltimbanquis y bateadores que inundan hasta el hartazgo las alienantes pantallas de los celulares.
Cada vez que recorro los jardines del Banco Central, me detengo a apreciar a Los Presentes, conjunto escultórico de campesinos forjadores de nuestra nacionalidad, obra del recordado escultor Fernando Calvo Sánchez (1940-2009). Me nace entonces proponer que algún artista levante en el parque Central una escultura en honor de los limpiabotas. Para que no se desvanezcan en los laberintos de la memoria colectiva, como sucede con tantos valores perdidos en esta amada tierra, hoy día en las garras del narcotráfico, la violencia, la intolerancia y la insensatez. Una Costa Rica que ahora nos cuesta reconocer.
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Roberto García H. es periodista.
