No es Navidad todavía.
No hay rueditas de confeti empujadas por el viento.
Pero regresar al corazón de San José como un turista que emigró de otros tiempos siempre me hace evocar los días en que, por esta época, ya los chiquillos y colegiales estábamos de vacaciones.
Los de Chepe no teníamos el privilegio de ir a coger café, canasto en la cintura, saco para la recolecta, almuercito en hoja y una buena botella de aguadulce con limón. Todos picados de moscos y hormigas, era un lujo de paseo que, además, era remunerado; muy bien pagado.
Nosotros nos conformábamos con hacer alguna que otra tarea en la mañana, obligados a ser útiles en casa, y en la tarde, libertad total. No una libertad de estatua, ni la que escriben los poetas. Una libertad de verdad, de carne y hueso.
La libertad de hacer lo que nos daba la gana: en tenis, con ropa vieja que no hubiese que cuidar, de rodillas rotas, de mugre detrás de las orejas, de uñeros por tratar de pelar las frutas a dedo pelado, sin un cinco en la bolsa y el corazón cargado de sueños.
Los años setenta nos seducían con sus sandalias de suela de llanta, sus jeans raídos y sus signos de amor y paz, que no eran otra cosa que una bomba atómica esquematizada que nos recordaban el horror de Hiroshima y la guerra de Vietnam.
¡Y éramos felices! ¡Éramos felices!
Una barra de amigos variopinta y “barrio-pinta”, porque éramos los pintas del barrio, nos dábamos cita para oír el hit parade, cantar a gritos Satisfaction, de los Rolling Stones, y los éxitos en español que la radio generosa nos regalaba con solo darle vuelta a la perilla.
El día comenzaba con un estironazo luego de un sueño muy reparador.
La tele se apagaba con el Himno Nacional y nos quedaban varias horas para un no merecido descanso, pues, la verdad, no hacíamos nada de provecho. Y los tres meses de vacaciones se sentían como seis.
En las noches de verano, la Luna se nos unía y nos cuidaba, y podíamos andar por las calles vacías como Leonardo Fabio, con la mayor tranquilidad, salvo por el enojo de nuestros tatas, que siempre se quejaban de las horas que pasábamos dedicados al ocio en el vecindario.
Ellos no sabían –y nosotros tampoco–, que era el único tiempo sin prisa que nos iba a conceder la vida. Que tenernos en casa a las diez de la noche era un regalo y una certeza.
Que entrar con los zapatos en la mano y saber dónde chirriaba la tabla era parte de la estrategia para no ser detectados, aunque bien sabíamos que el saludo al día siguiente sería: “¿Y a qué hora vino anoche?" .
La avenida central estaba a 800 metros y las ventanas de los comercios ya se alistaban para diciembre. Tal vez por eso, los helados de Lolo Mora, en el Mercado Central, sabían más ricos.
Nos íbamos a pata solo por el gusto de hacerlo. No por fitness ni con outfits para lucir. Solo así. Como vasos de agua con azúcar. Simples como un árbol en la plaza.
Y ya en la avenida, éramos como Aladino frente a la cueva de Alí Babá.
Sabíamos del alzhéimer del Niño Dios, que siempre traía lo que podía y no lo que se pedía, pero, aun así, la lista de regalos era interminable.
El frío, los gritos de los vendedores y la esquina de Monumental eran parte del tour.
Ayer volví a Chepe a no sé qué. El aroma de ciudad me sacó de la nostalgia, y no por agradable, pero la reciente remodelación del Variedades me devolvió la sonrisa en color sepia.
Me vi con mi mama esperando a que todos entraran, porque mi tío era proyeccionista en ese cine y el acomodador nos dejaba pasar sin pagar la entrada. Una cortesía de la que ella, por supuesto, no abusaba.
También me vi en la soda La Garza ya a punto de cerrar, con una tajada de queque de higo y una malteada, el día que le pagaban a mamá el aguinaldo de la Caja. Lujillos que nos dábamos y que me llevaré conmigo al siguiente universo.
Los maniquíes sin rostro de La Dama Elegante vestían enterizos de diolén, que ella miraba con ojos de “tal vez”, pero primero había que pagar las cosas que urgían y, como buena mamá, ella se quedaba de última.
Me vi en la plaza de la Cultura ya no de niña, ni de joven, sino en tiempo presente, huyendo de las palomas y de los enemigos visibles en lugar de los amigos invisibles.
Y llegué a la conclusión de que siempre habrá dos ciudades: la de concreto y varilla, grafitis, habitantes anónimos e innominados, y la otra, la mía, la única, la de siempre, la intacta, donde nadie se ha ido, nadie ha muerto; donde los sueños están por cumplirse y la vida está por comenzar, donde una manzana es un privilegio navideño versus el banano nuestro de cada día.
Una ciudad mía, mía, mía. Una ciudad que nadie, ningún decreto, ningún documento, ni siquiera el tiempo, dictador de las más terribles sentencias, me arrebatará.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.
