
Costa Rica se ha forjado una reputación internacional como defensora de los derechos humanos, pionera en la protección de refugiados y firme promotora del principio de no devolución. Sin embargo, el reciente acuerdo con Estados Unidos para recibir temporalmente a 200 personas migrantes deportadas constituye una quiebra inaceptable de esos valores. Al fungir como “país puente”, nuestro país facilitó que estas personas fueran detenidas de modo arbitrario e ilegal por más de 60 días, sin acceso a información suficiente en sus idiomas ni garantías de no devolución, de acuerdo con informes de la Defensoría de los Habitantes.
Además, un informe conjunto de Cejil, el Servicio Jesuita para Migrantes Costa Rica (SJM-CR) y American Friends Service Committee (AFSC) documenta con rigor estas violaciones: las personas no recibieron análisis individualizado de sus necesidades de protección internacional y quedaron expuestas a retornos forzosos a países donde su vida o integridad corrían grave riesgo.
Este proceder del gobierno costarricense choca frontalmente con obligaciones internacionales que Costa Rica ha suscrito. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece que “todo individuo tiene derecho a la libertad y a la seguridad personales” y prohíbe la detención arbitraria. Asimismo, la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, de 1951, prohíbe la expulsión o devolución de personas refugiadas a territorios donde sus vidas o libertades estén amenazadas –el principio de non-refoulement, piedra angular de la protección internacional–. Al ignorar estos mandatos, el gobierno de Rodrigo Chaves no solo falla en su deber jurídico y genera afectaciones humanas, sino que socava la credibilidad de Costa Rica en foros multilaterales.
Desde una perspectiva filosófica de derechos humanos, esta decisión desoye la concepción de la persona como sujeto de relaciones de mutua responsabilidad. La Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) parte de la dignidad inherente de todo ser humano, inequívoco principio de universalidad que prohíbe transferir obligaciones de protección a terceros. John Rawls nos recuerda que una sociedad justa debe favorecer a los menos aventajados; aquí, en cambio, se abandonó a familias completas a un limbo burocrático. La ética del cuidado exige no muros legales, sino puentes de solidaridad y acompañamiento, no meros procedimientos exprés de repatriación.
Desde hace décadas, nuestra pequeña y siempre mejorable democracia ha sido referente global en diplomacia de derechos humanos, coautora de la Declaración de Cartagena sobre Refugio (1984) y sede de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y con una sólida trayectoria en la elección de relatorías y fuerzas de paz.
Esa influencia –este “capital moral”– no se mide en dinero, sino en confianza y liderazgo. Si quebrase el principio de non-refoulement, el gobierno no solo incumple sus promesas legales, sino que erosiona su capacidad para convocar mayorías en la ONU y el Sistema Interamericano. ¿Quién escuchará al denunciar violaciones ajenas si el mismo país avala esta y otras prácticas reprochables?
Es imperativo rectificar este error que ya tuvo consecuencias. Se debe exigir al Estado costarricense que publique de inmediato los términos del acuerdo con EE. UU., rinda cuentas sobre los recursos recibidos y garantice la plena aplicación de todos los procedimientos humanitarios y legales, además de no volver, bajo ninguna circunstancia, a ser parte de un proceso así de nuevo.
Asimismo, corresponde restablecer mecanismos efectivos para que todas las personas deportadas puedan solicitar y obtener asilo, acceso a servicios de salud, asesoramiento legal y apoyo psicológico en su lengua. Solo así Costa Rica podrá reconciliar su acción con los principios humanitarios que siempre ha defendido y reafirmar ante el mundo su compromiso indeclinable con la dignidad humana.
josedaniel.rodriguez@ucr.ac.cr
José Daniel Rodríguez Arrieta es politólogo, máster en Estudios Avanzados en Derechos Humanos y profesor de la Universidad de Costa Rica (UCR).