
Después de reflexionar un poquito sobre la historia nacional, considero que todos los costarricenses llevamos la democracia en nuestro ADN. Democracia entendida como el derecho a opinar sobre lo que pensamos y queremos; como el derecho de decidir sobre las personas que consideramos amigos; derecho a considerar qué personas son aptas para conducir la sociedad hacia estadios cada vez mejores y elegirlas en votación transparente. Democracia como igualdad ante la ley; como cumplimiento real de los derechos humanos para todos, porque todos, no importa su credo, su color, su sexo o su género, todos tenemos derecho a ser seres humanos.
En pos de esa democracia multifacética, hemos tratado en Costa Rica de educarnos apropiadamente, tomando en cuenta y respetando, hasta donde es posible, los atributos, talentos y aptitudes que cada uno posee.
Las diferencias políticas, al menos durante los últimos cien años, han consistido en deliberar sobre cuánto Estado necesitamos para garantizar los derechos humanos para todos, y qué aspectos podemos dejarlos simplemente al mercado, que sin duda colabora en crear puestos de trabajo, los que a su vez producen impuestos para pagar al Estado que debe seleccionarse como necesario.
Puedo afirmar que la educación, la cultura, además de la vida y todo lo enumerado en el artículo 60 de la Constitución Política, ha sido terreno fértil para el desarrollo nacional, independientemente del partido político en el que hayamos depositado las riendas de la conducción social.
Con enorme pesar, creo percibir algunos cambios recientes en nuestro ADN o sistema integral de vida: valores, verdades, realidades. Durante los últimos cien años de nuestra vida social, consideramos a la educación, la cultura, la salud, el respeto a los demás, el orden y la seguridad como temas importantísimos para la preservación de nuestro sistema democrático. No se lo dejamos simplemente al mercado que, por sus intereses privados, no llegaría adonde todos queremos y necesitamos. Y, en cambio, hemos tenido la plena confianza de que las instituciones públicas garantizarían el acceso universal, con calidad y excelencia.
Esos valores no se discuten: quien puede o quiere ir a la escuela o colegio privado, va; quien no puede, pues simplemente va al colegio público y todos vigilamos para que la educación sea de óptima calidad. Señalo estos dos aspectos como fundamentales, pero podemos ampliarlos, desde luego. Y así, con más o menos Estado, y con más o menos mercado, los partidos políticos en Costa Rica hemos sabido dialogar para encontrar las medidas que garanticen los Derechos (así, en mayúscula).
Soy fan de Joseph Stiglitz, a quien sus publicaciones sobre el papel del Estado lo hicieron acreedor al Nobel de Economía. En sus escritos, enfatiza en que cada año de buena escolaridad repercute necesariamente en el desempeño del trabajo. Que la buena vida, entendida como realización de nuestras potencialidades humanas, depende de la educación y los estímulos que recibimos en la infancia. Que, sin educación, la persona no tiene la formación personal para decidir por sí misma, ni para expresarse libremente, porque no será ni crítica ni escuchada. Y que la democracia depende precisamente del grado de criticidad y de conocimiento, es decir, del grado de educación del pueblo. De manera que corresponde al Estado, pagado con los impuestos del excelente mercado, garantizar las oportunidades para todos. (Un torpe resumen de su posición.)
En estos momentos de la historia patria y mundial, vemos anteponerse dos valores: la democracia y el totalitarismo. La primera, como dije antes, promueve los derechos humanos estableciendo tareas públicas y privadas. El totalitarismo no requiere ni de crítica ni de educación, sino solo de la sumisión.
¿En cuál de los dos sistemas se logra la libertad, la actualización de las potencialidades de los seres humanos? ¿La felicidad, diría yo? En democracia –si el pueblo cuenta con el discernimiento claro para decidir entre lo que conviene o no–. La pugna ideológica no es hoy entre cuánto Estado y cuánto mercado. Es entre la democracia y el totalitarismo, que impedirá, lógicamente, toda forma de libertad, porque esta implicaría su destrucción.
Pronto tendremos elecciones para nombrar al presidente del Poder Ejecutivo, pero esta vez, contextualizadas en el enorme decaimiento del sistema educativo público. Confío en las reservas educativas tradicionales del país para que, en tales comicios, se vuelva a buscar el bien común y, una vez más, podamos lograr acuerdos sobre nuestro desarrollo nacional.
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Joyce Zürcher B. es filósofa.