
El 3 de junio es el cumpleaños de mis amigas Larisa y Alina. La primera vive en Odesa, con su hija de cuatro años y su marido, y la segunda, en Leópolis. Este año, Larisa publicó en Facebook una foto en la que se veían carros en llamas en la calle donde está su casa luego de un bombardeo nocturno ruso, y Alina escribió que era su primer cumpleaños sin su prometido, Anton, quien se enlistó como voluntario para luchar contra Rusia y murió el 29 de agosto de 2024 durante la operación de Kursk, el día del cumpleaños de mi madre.
Alina y Anton nacieron el mismo día y, hasta su muerte, eso parecía una promesa de unión y vida feliz juntos. Pero ahora, cada 3 de junio es para Alina una fecha marcada con una cinta negra, bajo la cual la mira su amado novio, asesinado por Rusia. Es un recordatorio despiadado de la muerte que ahora, en lugar del hijo que ella y Anton podrían haber tenido, lleva siempre bajo su corazón, un espejo de la experiencia bélica, cuya contemplación la destroza a diario, al tiempo que le exige un esfuerzo sobrehumano para recomponer su propia imagen.
Amar en tiempos de guerra duele. Amar a una mujer, a un hombre, a los hijos, a los amigos, al país... Pero tampoco es posible no amar, porque solo el amor da a los ucranianos la fuerza para resistir, defenderse, luchar y apoyarse mutuamente.
Al fin y al cabo, el amor es lo único que los rusos no pueden bombardear, herir, dañar o destruir, por mucho que apunten a cualquier lugar del territorio ucraniano. Porque los ucranianos no luchan por el territorio, los ucranianos luchan por el derecho de amar a su país, a su gente, sus gatos, sus perros, sus casas y las flores que plantan junto a ellas.
El 3 de junio, contemplaba estas rimas crueles de la guerra y no me atreví a felicitar a mis amigas por su cumpleaños, solo les di un “me gusta” con un corazón. Lo que, traducido del lenguaje de las redes sociales al lenguaje del amor, significaba “no sé qué decir; solo te abrazo”. Porque, en realidad, ¿qué podría decirles? ¿Que les deseo felicidad, amor, éxito, una larga vida? Estas frases, que cumplen bien su función ritual en tiempos de paz, en tiempos de guerra suenan como una burla y una insensibilidad extrema al contexto.
Esta confusión ante la expresión del amor me recordó otro cumpleaños: el 28 de febrero de 2022 lo habría celebrado mi amiga Marina, que ya había vivido los bombardeos de “Grad” (sistema múltiple de lanzacohetes) y la vida bajo la ocupación rusa en Yenakiieve, en la región de Donetsk, de donde finalmente se vio obligada a huir en 2014.
Pero el 28 de febrero, Marina, junto con su familia y otros habitantes de Borodianka, en la región de Kiev, estaba en un refugio antiaéreo debajo del hospital, rezando para que los soldados rusos que ya habían entrado en la ciudad y disparaban casa por casa desde sus vehículos blindados, no los encontraran, o para que otros rusos, que aterrorizaban a Borodianka desde el aire, no lanzaran una bomba aérea sobre el hospital.
No había conexión de red en el refugio. Para grabar un breve video con una súplica de ayuda y publicarlo en Facebook, mi amiga salía al patio y se metía en la casa del perro, aferrándose a la esperanza irracional de que el perro, que no huía de allí, supiera un poco más de seguridad que las personas.
El día del cumpleaños de Marina, yo no dejaba de comprobar en el chat si se había puesto en contacto, dividida entre el deseo de escribirle que no dejaba de pensar en ella y el espeluznante pensamiento: “¿Y si ahora felicito por su cumpleaños a una persona que ya ha sido asesinada? ¿Y si ahora le deseo una larga vida a una amiga que ya ha sido asesinada por los rusos?“.
El 2 de marzo de 2022, Marina y su familia fueron evacuadas de Borodianka por los servicios de emergencia ucranianos, que milagrosamente lograron abrirse paso en medio del infierno de la guerra. Agotados, con los rostros verdosos por el horror y las pupilas descoloridas por la tensión, lograron salir.
Más tarde, Marina contará cómo, sentada frente al hospital, ella, su madre y su hermana se preparaban mentalmente para que los rusos, al llegar al refugio, las violaran y luego las mataran.
A muchas personas que tienen el privilegio de vivir en países pacíficos, donde no caen misiles, drones kamikazes ni bombas aéreas, y que deberían de mantener una mente más clara que los ucranianos –que no siempre tienen la oportunidad de dormir tranquilos por las noches en su propia cama– aún hoy hay que demostrarles el peligro de la impunidad de Rusia: un proyecto imperial agresivo que relativiza el mal, convirtiendo el valor incondicional de la vida humana en una categoría relativa, cuyo peso lo determina quien tiene más poder, dinero y recursos naturales. Y eso duele.
Es doloroso darse cuenta de que el valor de tu vida y la de tus seres queridos se convierte en una categoría relativa bajo la presión de la agresión armada rusa. Resulta que amar la vida es muy, muy doloroso. Los defensores del pensamiento positivo y la actitud infantil ante los retos de nuestro mundo tan complejo o se equivocan o mienten. O proponen hacerlo a costa de la vida de otras personas. Por ejemplo, de los ucranianos.
Tanto tiempo después del inicio de la guerra a gran escala, Marina dirá: “En las fotos de Facebook siempre sonrío; imito la normalidad, porque yo sobreviví y otras personas no. Pero, en realidad, todavía no puedo salir de ese sótano”.
El año pasado celebré mi cumpleaños en Odesa. Mientras un misil balístico ruso volaba hacia la ciudad, yo presentaba mi colección de poesía en el sótano junto al baño de una de las bibliotecas. Así es ahora nuestra vida cultural: conversaciones con amigos, encuentros con lectores y cumpleaños. Pero, ¿quiénes seríamos en este mundo sin nuestro amor ucraniano?
Iya Kiva es una poeta ucraniana, traductora, ganadora de los premios de poesía “Lira Emigrante (2016) y “Gaivoronnya” (2019). “Cartas de Ucrania” es un proyecto de la campaña de solidaridad latinoamericana ¡Aguanta Ucrania! en conjunto con PEN Ucrania, Ukraine World y el Instituto Ucraniano.