La rueda fue inventada siglos antes de la era cristiana, pero Costa Rica aún no está preparada para ella. La infraestructura improvisada y sin regulación no solo afecta a las poblaciones con alguna discapacidad crónica, frecuentemente, se olvida que el término persona con discapacidad también incluye limitaciones temporales que toda persona corre el riesgo de sufrir en algún momento.
Hay quienes caen en la fantasía de que nunca les va a pasar. Piensan que jamás usarán una silla de ruedas o un bastón, incluso que sus músculos siempre responderán con la vitalidad de cuando tenían 20 años. Nada más lejos de la realidad.
Recientemente, hice mi debut como mamá, y dentro de los tantos retos que representa la maternidad, me encontré con uno para el que no estaba preparada: transitar con un coche por nuestro país.
El ciudadano corriente, con todas sus facultades físicas, no lo nota, y, lo que es peor, tampoco le preocupa. ¿Por qué habría de notarlo si es una situación institucionalizada?
Estamos en deuda con una gran parte de la población. Tanto en los gobiernos locales como en el Poder Ejecutivo existe descarada negligencia cuando se trata de hacer cumplir las normas para el acceso a construcciones públicas, que la Ley 7600 claramente establece.
La falta de empatía y sensibilidad hace que la mayoría de la gente no perciba los inconvenientes en nuestra infraestructura vial.
Las aceras son un atentado para la integridad física de quien camina por ellas, y es inevitable señalar a las distintas municipalidades como principales responsables, pues desde hace un año son las encargadas por ley de construirlas y darles mantenimiento, y luego cobrar el costo a los contribuyentes.
Pero eso no es todo. Las rampas quedan a medias o son mal hechas, y las gradas antojadizas son un obstáculo para personas con limitaciones para desplazarse, que transitan sobre ruedas o necesitan utilizar algún dispositivo con estas.
Nuestras aceras simplemente no están hechas para ser transitadas sobre ruedas, ya sea un niño en patines, una adulta mayor en silla de ruedas o un cuidador con un coche.
Otro de los principales problemas son los propietarios que construyen rampas para entrar a los garajes robando espacio a las áreas públicas, con la condescendencia de las alcaldías.
Nuestros barrios están plagados de gradas hechas sin ningún criterio técnico, lo que los torna hostiles para toda persona que no pueda subir escalones; un círculo vicioso que incentiva el sedentarismo y la indiferencia hacia los espacios públicos.
Por otro lado, es evidente que las municipalidades realizan obras de infraestructura que no son inclusivas, en flagrante desacato a la legislación, incluidos sus propios planes reguladores, constituyéndose en un pésimo ejemplo para los residentes de los distintos cantones.
Los tres poderes de la República también caen en el vicio, y no son poco comunes las noticias en las cuales los activistas a favor de los derechos de las personas con discapacidad revelan la incongruencia de la infraestructura con la legislación existente, por ejemplo, el nuevo edificio de la Asamblea Legislativa.
El país cuenta con una normativa cuyo espíritu es conceder iguales oportunidades a las poblaciones necesitadas de movilidad asistida. Tal vez en un futuro idílico se pueda apelar a la responsabilidad personal, a la empatía o a la simple sensatez de saber que la infraestructura inclusiva es un beneficio para absolutamente todos los ciudadanos.
Pero en la presente realidad, las municipalidades deben asegurarse de que sus departamentos de infraestructura sean tan buenos y eficientes como el que se encarga de cobrar los impuestos, para que entidades públicas, empresas privadas y particulares cumplan la ley. En caso contrario, multarlos.
Una infraestructura inclusiva debe ser el objetivo de toda institución pública. Nadie se vuelve más joven y las gradas que hoy alegremente nos brincamos es posible que se transformen en un obstáculo infranqueable en un futuro tal vez no muy lejano.
La autora es profesora universitaria.