
En tiempos en que la vida pública parece navegar entre estridencias y mentiras, siento el deber ciudadano –no obstante mis años y el largo silencio que he guardado– de alzar nuevamente la palabra. No es mi intención competir en volumen ni acusaciones infundadas, pero sí lo es para recordar, con la serenidad que da mi edad y experiencia, que Costa Rica merece algo mejor que esta permanente confrontación que desgasta, divide y confunde.
La política, cuando se ejerce con grandeza, es un acto de servicio. Cuando se ejerce con temor o con impulsos momentáneos, se convierte en un escenario de sospechas, ataques y desconfianza.
He visto con preocupación cómo, en vez de tender puentes, hoy se levantan muros; cómo, en vez de escuchar, se acusa; en vez de unir, se señala. Y esa actitud, repetida día tras día, erosiona la dignidad del poder y lastima el alma democrática del país.
No pretendo dictar cátedra ni levantar banderas partidarias. A mi edad, uno ya no está para pequeñas batallas ni vanidades personales. Pero sí está –y estará siempre– para defender los valores que nos permitieron vivir en un país de instituciones sólidas, convivencia respetuosa y liderazgo prudente. Y, entre esos valores, ninguno es más urgente que la sensatez.
Costa Rica necesita menos gritos y más hombría. Menos enemigos imaginarios y más diálogo real. Menos acusaciones y más responsabilidad. Un gobernante no está para pelear con su pueblo ni con todas sus instituciones, ni con toda persona o funcionario que piensa distinto. Está para escucharlo; sin propósito de dividir, debe inspirar sin buscar culpables, y más bien encontrar soluciones.
La grandeza del oficio se mide en la humildad con la que se ejerce, no en la fuerza con la que se impone.
Escribo estas líneas porque amo profundamente a mi patria, la que me vio nacer, crecer, trabajar, servirle hasta el límite de mis fuerzas, así como también formar una familia y construir mis sueños. Porque me resisto a ver cómo se desdibuja la cultura del respeto que nos distinguió siempre. No podemos acostumbrarnos a la hostilidad como norma ni al desencuentro como método. Somos mejores que eso.
Dios quiera que mis palabras sirvan, aunque sea modestamente, para recordar que la autoridad, sin serenidad, se extravía, y que el poder sin respeto se degrada. Costa Rica merece un liderazgo que convoque, no que intimide; que escuche, no que ataque; que edifique, no que destruya. Esa ha sido siempre nuestra mejor tradición. Esa es la que debemos, de manera urgente, preservar.
jaime.feinzaig@icloud.com
El Dr. Jaime Feinzaig fue embajador de Costa Rica en Italia.