
“La he visto marchar por delante del mérito”. La cita es del ensayista francés Michel de Montaigne (1533-1592) y el artículo la refiere a la gloria personal. El término es definido por el Diccionario de la Lengua Española como la “reputación excepcional que una persona adquiere por sus buenas acciones o grandes cualidades”.
El reconocimiento, pues, proviene de la buena reputación que la persona ha cosechado de los demás y que fue precedida por una vida forjada con méritos, lo cual no excluye que en el mundo exista una numerosa cantidad de embusteros que quieran alcanzar la gloria antes de pavimentar el camino con una vida meritoria.
Naturalmente, el concepto de “gloria personal” varía según las épocas históricas y hoy a nadie se le ocurriría procurársela (salvo algunas grotescas excepciones) al modo de un alucinante conquistador como Alejandro de Macedonia o imitando las conductas de extremo ayuno y renunciación de célebres ascetas medievales.
Ahora la gente es más modesta y, en vez de gloria personal, una nutrida cantidad pretende algo más fútil como notoriedad o simplemente popularidad; es decir, ser conocido, aplaudido (y, en el colmo del egocentrismo, adulado) por muchos.
Sin duda, una de las causas de semejante encogimiento de aspiraciones son las redes sociales y la incontenible irrupción de la inteligencia artificial. En efecto, es como si el Big Bang de estas plataformas digitales hubiera causado un efecto inverso de contracción en el lóbulo frontal del cerebro, estrechando el horizonte de las ambiciones y sueños personales.
La tarea de construirse como individuo ha dado paso a un rebaño humano acarreado por astutos pastores algorítmicos que ponen a las personas a reptar por trochas salpicadas de imágenes y ciénagas donde hierven emociones y videos al gusto de cada quien.
Y esta muchedumbre que no mira el horizonte que la reta a continuar, sino la pantalla que la instala y la fija en la inmediatez, eriza la piel por su cantidad: cinco mil cuatrocientos millones, el 65% de la población del planeta.
A pesar de todo, pactemos por una vez con el presente y aceptemos que aspirar a la gloria personal es una cumbre muy alta en estos tiempos de relieves planos, y que la popularidad o la llana figuración es un escalón suficiente en el empeño de asomar la cabeza por encima del resto del rebaño. Pero si la gloria personal es antecedida por una vida meritoria en conductas o acciones, ¿cuáles son los méritos que conducen hacia la notoriedad?
En este sentido, el concepto ha sido tan desvirtuado que quien quiera ser popular, nombrado por muchos y celebrado en calles, estadios y podios debe estar dispuesto a desparramarse a través del órgano menos fiable para construir méritos: la boca. Y una boca soez, violenta y que se refocila en su soberbia.
Canciones con letras ramplonas y vulgares, expelidas a todo pulmón por la celebridad de moda y entonadas con inconsciente deleite por las muchedumbres; caricaturas de políticos cuyos discursos son hervores de violencia y rencor, dichos con megalómana satisfacción.
Es tan estridente el hambre de ser notado y aclamado a cualquier precio, de destacar en la cima de la insolencia y la mediocridad, que el verdadero mérito fue aniquilado y reemplazado por el desparpajo de las palabras. Y no solo dichas, sino también escritas: abunda en las redes sociales la gavilla de los hambrientos de notoriedad que se alimenta de desacreditar y mancillar al mayoreo la honra y la dignidad de quienes se les antoje, sin detenerse a considerar la veracidad de sus regurgitaciones (porque primero mastican sus propias carencias y después las sirven en el plato de las plataformas digitales aludiendo al otro o la otra).
Esta exasperada porción de hombres y mujeres corren desaforados, enfermos de vanidad y desnudos de méritos, hacia la meta que les coronará con un remedo o parodia de gloria personal.
Este siglo tecnológico y digital nos ha situado en un lugar incómodo: nos identifica como personas independientes, a la vez que se propone convertirnos en una multitud anónima, uniforme y obediente.
Esta inusual coyuntura debería apremiarnos a realizar un ejercicio urgente: comprobar si, cada mañana, al abrir los ojos, nuestra primera acción será ignorarnos y conectarnos con todos y con todo, o si nos permitimos unos minutos para gustar la auténtica gloria personal de cimentar nuestras vidas en la propia e invaluable individualidad.
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Alfredo Solano López es educador jubilado.