
FIRMAS PRESS.- Recientemente tuve la oportunidad de conocer a dos autores latinoamericanos a los que admiro. La Cátedra Vargas Llosa celebraba su Bienal en la ciudad de Cáceres, en España, donde, a lo largo de cuatro días, hubo conversaciones en torno a la obra del Premio Nobel de Literatura peruano y me tocó moderar una mesa nada menos que con la mexicana Ángeles Mastretta y el colombiano Héctor Abad Faciolince.
Para mí, fue una suerte de premio porque, lejos de ser dos novelistas encerrados en la sobrevalorada torre de marfil que habitan muchos intelectuales, resultaron ser tan cercanos como yo los había imaginado cuando leí algunas de sus magníficas obras.
La conversación que sostuve con ellos fue acerca de las enseñanzas que Vargas Llosa dejó como legado, tanto en el ámbito literario como el papel de intelectual comprometido con la actualidad política. Y la charla también versó en torno a sus propias experiencias vitales como escritores.
Mastretta, quien obtuvo un éxito rotundo en 1985 con la publicación de su primera novela, Arráncame la vida –que relata la historia de una mujer rompedora en el México posrevolucionario– tuvo la franqueza de hablar sobre las inseguridades que en ocasiones la han asaltado ante la página en blanco. Unas vacilaciones que también mencionó Abad Faciolince, cuyo libro, El olvido que seremos, se convirtió en bestseller cuando se publicó, en 2005. Ambos resaltaron esa vocación férrea de Vargas Llosa con la escritura, para quien el oficio de escribir siempre se debió más al esfuerzo diario que a confiar en los brotes de inspiración.
Mastretta y Abad Faciolince comparten con una de las máximas figuras del boom latinoamericano el haber conectado con los lectores con obras que resuenan no solo por su calidad literaria, sino también por esa “cualidad de sinceridad” que se ha destacado en los libros de la novelista mexicana. Eso me hizo pensar que se trata de un atributo que los tres poseen. No son pocos los autores consagrados que gozan de gran prestigio, pero no necesariamente rezuman autenticidad más allá de su maestría y artificio literario.
El mismo Vargas Llosa, cuando escribió una columna más que elogiosa sobre El olvido que seremos, en ella reflexionaba acerca de sus reticencias a la hora de conocer personalmente a escritores que admiraba. Vargas Llosa quedó maravillado con el relato de Abad Faciolince sobre la vida de su padre, el doctor Héctor Abad Gómez, y el desgarro que produjo en la familia su asesinato en Medellín a manos de sicarios paramilitares.
Más de una vez, el Nobel se había llevado una decepción al tratar a escritores que, al leerlos, lo habían deslumbrado. Pero en las distancias cortas, que es cuando se ven las arrugas, el personaje se desmoronaba. En su escrito hacía referencia a una desilusión bastante más frecuente en el mundo intelectual de lo que estamos dispuestos a admitir.
Vargas Llosa y Abad Faciolince llegaron a tratarse y para ambos fue una alegría constatar la bonhomía de uno y otro. Sobre su nuevo amigo, el primero escribió, “la persona estaba a la altura de lo que escribe”. Hasta el día de hoy, el autor colombiano recalca el carácter generoso de un gigante de la literatura que siempre tuvo tiempo para animar y promover a escritores con méritos literarios, un gesto no tan frecuente en un gremio en el que muchos presumen de no leer a los nuevos valores porque supuestamente el pasado siempre fue mejor.
Tanto en lo relativo a apoyar a talentos que emergen como en lo que concierne a causas políticas que se enfrentan a tiranías como las de Cuba, Venezuela o Nicaragua, Vargas Llosa tendió su mano sin importarle las envidias que abundan en los salones literarios o los ataques desde las trincheras de una intelectualidad en la que todavía hay reductos que le hacen el juego a la izquierda rabiosa.
Yo también tengo reservas con escritores que admiro en papel, pero que en la vida real (no olvidemos que son de carne y hueso) exhiben miserias que chirrían con la trascendencia de sus relatos.
Por eso, fue para mí tan grato y reconfortante escuchar a Ángeles Mastretta y a Héctor Abad Faciolince dialogar desde la modestia (no impostada) sobre su propia obra y lo que aprendieron de Mario Vargas Llosa. Pude comprobar que esa emoción que sentí en mi juventud al leer Arráncame la vida y que años después se repitió con El olvido que seremos, era el reflejo de algo profundo sobre el talante de ambos. Por una vez, mi intuición de lectora no se equivocaba. Es lo que tiene la verdad de la sinceridad.
Red X: ginamontaner
Gina Montaner es periodista.
