Tras 32 años de carrera docente y de haber laborado en distintos centros educativos, públicos y privados, en los que he experimentado muchas iniciativas de las distintas administraciones del Ministerio de Educación Pública, puedo decir que en cada nuevo programa que intenta redireccionar nuestro sistema educativo, siempre ha existido una tendencia a enfocarse en los contenidos del currículo y no en la búsqueda de una formación integral de la persona. Esto, no es malo en sí mismo, pero, ¿es el camino que necesita hoy nuestro país en materia educativa?
El mundo ha cambiado, y con él, las exigencias de una formación integral que no solo prepare para el trabajo, sino también para la vida en comunidad, la ciudadanía responsable y el bienestar personal. Hoy, son tan importantes los conocimientos “duros” como las denominadas “habilidades blandas”; la inteligencia “tradicional” (enfocada en la lógica-matemática y lo lingüístico) como la inteligencia emocional (capacidad de trabajo en equipo, liderazgo, resolución de conflictos).
En este contexto, urge repensar nuestra visión educativa: no basta con formar mentes brillantes; necesitamos también formar corazones íntegros, seres humanos que tomen en libertad buenas decisiones.
Desde el siglo IV a. C., Aristóteles definía el carácter como la forma de ser de una persona, que se manifiesta en la manera de actuar y vivir. Thomas Lickona, uno de los principales referentes en educación del carácter, sostiene que “el carácter no se forma por accidente; debe ser cultivado intencionalmente a través de una educación consciente”. Esta afirmación plantea un desafío directo a nuestros sistemas escolares: ¿cuán intencionales estamos siendo en la formación del carácter de nuestros estudiantes? ¿Cuánto fomentamos la empatía, la responsabilidad, el respeto y la perseverancia junto con el rendimiento académico?
En este sentido, recientemente conversaba con un colega educador, quien muy frustrado me narraba cómo en su escuela se ha normalizado que los estudiantes puedan comer todo tipo de alimentos durante las lecciones (¡desde papas fritas, hasta caldosas con chile!). Esto, evidentemente, atenta contra cualquier posibilidad de desarrollar una clase normal de la asignatura que sea. Imaginemos la escena: el docente compitiendo con toda clase de olores, comentarios, niños tosiendo enchilados, regueros de salsas… En fin, un caos, donde debería prevalecer un ambiente presto para la enseñanza-aprendizaje.
Para el gran educador Charles Elbot, el verdadero cambio en la educación se empieza a dar cuando existe una “cultura escolar intencional”, donde toda la comunidad educativa, estudiantes, educadores/administrativos y padres de familia logren acuerdos sencillos pero de gran trascendencia: siempre saludar, decir por favor, gracias, mantener limpia la escuela (¡y, por supuesto, no comer caldosas durante las lecciones!). Roland Barth, exdirector del posgrado en Educación de la Universidad de Harvard, afirmaba que la cultura de una escuela tiene mucha más influencia en la vida y el aprendizaje que el Ministerio de Educación.
Entonces, ¿qué camino seguir?
Primero, hay que reconocer que el desarrollo del carácter no es una “extra” o un “agregado” al currículo, sino una dimensión esencial del aprendizaje. No se trata de impartir una asignatura más, sino de integrar transversalmente principios éticos, emocionales y de orden básico en la vida diaria de la escuela: cómo se resuelven conflictos, cómo se trabaja en equipo, cómo se celebra el esfuerzo.
Segundo, formar a los educadores en habilidades socioemocionales y liderazgo ético. Un docente que no se siente acompañado ni valorado difícilmente podrá ser modelo de resiliencia, fortaleza o empatía. Las políticas educativas deben incluir programas de desarrollo personal y profesional de los docentes, centrados en el ser, no solo en el saber.
Tercero, involucrar a las familias y comunidades como aliados activos. La educación del carácter trasciende los muros de la escuela. Necesitamos reconstruir el tejido social para que las virtudes enseñadas en el aula encuentren eco en el hogar y en la calle.
Es claro que privilegiar la educación del carácter no sacrifica para nada los resultados académicos institucionales; al contrario, los mejora y los potencia. Conozco de primera mano escuelas públicas y privadas de Costa Rica y otros países que, optando por este enfoque logran resultados sorprendentes. Como dijo Lickona, “el carácter es el núcleo mismo de una sociedad sana”. Apostar por él es apostar por el futuro del país.
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Edgardo Piedra Garita es el director general de Yorkín School
