El narcotráfico y el sicariato ya están en el debate público como asuntos de primer orden por su relación con la inseguridad nacional; sin embargo, el contrabando de todo tipo de productos a través de nuestras porosas fronteras también debe incorporarse a la discusión como un brazo más del crimen organizado transnacional.
El mes pasado, el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) desarticuló una organización que se cree está dedicada al comercio ilegal de cigarrillos provenientes de Panamá y otros negocios lícitos con los que se supone maquillaba las ganancias del contrabandismo.
Aparentemente, también abarca corrupción, puesto que entre los sospechosos figuran varios funcionarios de Aduanas.
Es uno de muchos casos que se descubren año tras año en un país donde, según un estudio de Total Research Network, realizado en el 2023, el 40 % de los cigarrillos que se consumen son ilícitos, no tienen declaraciones de emisiones ante el Ministerio de Salud ni advertencias sanitarias, es decir, no cumplen con los mínimos controles de calidad a los que sí se someten los productos legales.
Lo mismo sucede con el contrabando de licores, ropa, zapatos, loterías y medicamentos. El tráfico ilícito de tabaco tiene implicaciones negativas en cuanto a recaudación fiscal y golpea fuertemente la economía formal, además de ser un peligro para la salud pública, ya que son productos sin controles que se venden más baratos y por ende más asequibles para los menores de edad.
Pero la razón por la cual debe ser tratado como un asunto de seguridad nacional es porque se trata de una faceta más del crimen organizado, como denunció recientemente la organización Crime Stoppers International.
Panamá se ha convertido en el hub del contrabando en la región, dice la organización, al tiempo que afirma que consumir producto ilícito es colaborar con los grandes carteles.
En febrero, el diario español El País informó de que “los carteles de cocaína, metanfetamina y fentanilo en la región latinoamericana utilizan las mismas redes y rutas para contrabandear cajetillas de cigarros ilegales —provenientes en su mayoría de Asia— para crecer el mercado negro de este producto y blanquear las ganancias del tráfico de drogas”.
Según la investigación del OIJ, el modus operandi de la que se sospecha es una banda criminal calza con lo manifestado por Crime Stoppers International y El País.
El grupo negociaba con sus pares panameños y adquiría millones de cigarrillos ilegales procedentes de Asia, los traía a Costa Rica para la venta y después maquillaba esos ingresos para que parecieran lícitos, apalancándose con la falta de controles y poca vigilancia imperante en la Zona Libre de Colón, en Panamá, que funge como centro logístico para reenviar estos productos al resto de los países de la región.
Si los grupos del crimen organizado que operan en Costa Rica siguen los pasos de sus homólogos en otros países de América Latina, es posible que estén haciendo negocios con los grandes carteles criminales del Istmo, que a su vez están vinculados con la crisis de inseguridad en Costa Rica.
Solemos pensar que los sicarios actúan para eliminar a sus rivales en el trasiego de drogas como la cocaína o el cannabis, pero lo cierto es que las organizaciones criminales han expandido su “catálogo” y las tensiones pueden deberse también al control del mercado del contrabando de este y otras mercancías.
La articulación entre instituciones públicas y organizaciones privadas, la concientización de los consumidores y la colaboración entre países y sus autoridades son las herramientas necesarias para afrontar esta faceta del crimen organizado, cuyos tentáculos superan los imaginados por la población en general.
El abordaje conjunto entre Costa Rica y Panamá es de vital importancia, y a escala local debemos aplaudir esfuerzos como el del OIJ, la Fiscalía y la Policía de Control Fiscal, entre otras instituciones que se han sumado a esta ardua batalla.
El autor es director del Observatorio de Comercio Ilícito de la Cámara de Comercio de Costa Rica.