Las democracias pasan por una etapa de inestabilidad. La raíz común es la desconfianza, ya sea en candidatos, gobernantes o, peor aún, en las instituciones. La corrupción es un desafío para la economía, la equidad y la justicia, pues es uno de los mayores problemas sistémicos en todos los países.
Perjudica y socava las instituciones democráticas desacelerando el desarrollo económico y contribuyendo a la inestabilidad política. Es un quebrantamiento silencioso de profundas y graves consecuencias.
El índice de percepción de la corrupción (CPI) de Transparencia Internacional del 2020 refleja una tendencia preocupante: “La mayoría de los países lograron poco o ningún progreso en la lucha contra la corrupción en casi una década”.
Señalan que más de dos tercios de los países del mundo son corruptos. Tiñen de rojo a los países latinoamericanos, salvo Chile y Uruguay, que no parecen estar en esta escala. El índice muestra que las medidas regulatorias no han funcionado. El caso Odebrecht, escándalo por los sobornos pagados a funcionarios de Venezuela, Ecuador, Angola, Argentina, Brasil, Colombia, República Dominicana, Guatemala, México, Mozambique, Panamá y Perú, evidenció algo latente: la corrupción no discrimina.
Este complejo fenómeno no solo afecta al Estado, sino también al sector privado. En referencia a la corrupción corporativa, de acuerdo con el Banco Mundial, el costo del soborno equivale a un impuesto del 20% del PIB mundial.
Las organizaciones, sean públicas o privadas, se basan en personas, y de sus acciones depende su credibilidad. Una clase política que no da respuesta a las demandas sociales desmantela la confianza y, por ende, la esperanza. Expone sus debilidades mediante acciones que tomaron personas que deberían dar crédito a las organizaciones.
La abogada Liliana Magaña López afirma que la transparencia es el camino más eficaz para combatir la corrupción. No se trata de imponer marcos normativos o sanciones excesivas, sino de retomar el sentido antropológico y devolver a la persona su lugar en el centro de la sociedad. Devolverle su importancia.
Las quejas son estériles. Las acciones importan. El silencio suele ser colaborador de la mentira, de sus complicidades y cobardías. La corrupción devora todo con el tiempo, como ocurría con los hijos de Cronos en la mitología griega. Con el paso del tiempo no se arreglan situaciones si no se resuelven en el momento. Denunciar es un deber y un derecho cívico.
¿En qué trinchera podremos combatir a los corruptos? Quizás en las aulas, por medio de medidas para que en los distintos niveles educativos se introduzcan conceptos y materias relacionadas con la ética, la cívica, la transparencia y la integridad.
Los estudiantes deben formarse no solo en conocimientos, sino también en convicciones que se prediquen con el ejemplo. Así se combate esta epidemia tanto dentro como fuera de las aulas, pero sobre todo dentro y fuera de los hogares.
En ellos se educa para el cambio, para asumir el futuro y valer, no para tener. La crisis moral por la que atraviesa la sociedad no es de estructuras. Surge primero en las personas y es, ante todo, una crisis de conducta, una crisis ética. No la resolverá la métrica sino la ética.
La autora es administradora de negocios.