Carlo, mi nieto autista, como todos estos niños especiales –y más que especiales–, vive un mundo interno único. Cada niño autista tiene su propia manera de ver a los demás, de asimilar lo que lo rodea, de crear rutinas y seguirlas estrictamente, de ser selectivo con los alimentos. Pero, sobre todo, estos niños son la quintaesencia del amor.
Aman sin condiciones: a su mamá, a sus abuelos, a otros niños. En el caso de Carlo, lo hace feliz abrazar a niños neurotípicos que, a veces, reaccionan con extrañeza, miedo o incluso desprecio cuando él pregunta a sus padres: “¿Puedo tocar al niño?”.
Carlo es visitante asiduo del Museo de los Niños, donde ya lo conocen en boletería y en cada sección. Conoce cada rincón y ha desarrollado una rutina estricta para recorrer pasillos y pabellones: dinosaurios, espacio, terremoto, bosque… Uno por uno, en ese orden, y en cada parada es feliz. Incluso tiene una maqueta que le hizo su nonno, con pabellones y pasillos, para repetir en casa su recorrido como si estuviera ahí mismo.
Carlo es valiente y se impone retos. Durante mucho tiempo pensó en entrar solo al pabellón de los calabozos del Museo; el día que lo logró, su carita reflejaba un orgullo inmenso cada vez que contaba su hazaña. “Lo logró, lo logró”, dice, hablando en tercera persona, como hacen muchos de estos encantadores niños.
También se propuso dejar el pañal para orinar en un inodoro. Al principio le tenía pavor, pero poco a poco se animó, hasta que un día “lo logró, lo logró”.
Su afición –casi obsesiva– por la ópera lo ha llevado a tener por “amigos invisibles” a Pavarotti, Bocelli y Domingo. Una de sus mayores alegrías, como niño que tiene pocos amiguitos que lo entiendan, es cantar. Canta a todo galillo, canta el Ave María frente a los altares de iglesias que reconoce con solo verlas.
Puede parecer trivial, pero Carlo no es trivial: es un niño autista que, a diferencia de muchos neurotípicos, sabe disfrutar cada momento, regalar sonrisas y agradecer lo bueno que alguien hace por él. Pero también sufre intensamente cuando se alteran sus rutinas, cuando hay presas camino al colegio o cuando algún intolerante le impide ejercer su condición especial. Lo han sacado de iglesias y lo han tratado mal por cantar en un centro comercial.
Precisamente el día en que había superado uno de sus miedos –había pasado la noche anterior solito, y contaba orgulloso “durmió solito, durmió solito”–, la gente lo felicitaba: “Te felicito, mi amor”, “qué niño más valiente”. Ese mismo día quiso cumplir otro de sus sueños, repetido una y otra vez: cantar en el escenario del Teatro Nacional. Solo un párrafo de El fantasma de la ópera. Solo eso.
Pero al llegar a la escala del escenario y querer subir, un funcionario se lo impidió: “Es prohibido, no se puede”. Incluso llamó a Seguridad para que nos sacaran del Teatro. Sin embargo, nunca falta alguien con alma. Un funcionario comprensivo permitió que Carlo subiera y cantara su pedacito del Fantasma de la ópera. Fueron tres minutos de felicidad que no ha olvidado –ni creo que olvide– en años. Carlo nunca sabrá quién fue ese caballero; él no distingue a las personas de esa forma. Pero, desde ese día, repite a voces: “Un señor fue amable conmigo en el Teatro Nacional”.
Gracias, amigo anónimo, por regalarle a Carlo un momento inolvidable. Y gracias también al otro funcionario que lo trató mal, porque sin él no existiría la alegría con que Carlo repite: “Fue amable conmigo en el Teatro Nacional”.
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Roberto Protti Quesada es geólogo.