Por más buenas las intenciones, por más que la desidia e incompetencia de las autoridades de los últimos ocho años haya creado una situación de emergencia y calamidad, no debe soslayarse la legalidad y la institucionalidad, y menos cuando las acciones pretendidas llevan implícito un tufillo a favor político.
Con relación a las concesiones del Puerto de Caldera, algunas verdades no se han dicho. Algo conozco por haber sido quien estuvo a cargo de las negociaciones, firmó los contratos y dio la orden de inicio.
Vi su desarrollo a lo largo del tiempo y sé que lo pretendido por el gobierno, de prorrogar el plazo de la concesión a cambio de algunas “obras paliativas”, no es posible; no puede ser.
Para solucionar el problema deben buscar otras alternativas, que irresponsablemente no exploraron los dos gobiernos anteriores.
Ambos representaban ideológicamente una oposición férrea a la concesión y, en conjunto con la oposición de añejos sindicalistas, fueron adversarios acérrimos de quienes luchamos por una concesión del Puerto de Caldera allá por el 2006.
Fue muy ingrato saber que la intención de la administración Solís Rivera era encontrar la forma de eliminar la concesión, tras ocho años de exitosa operación y beneficios documentados más allá de la labor portuaria. No lo logró, pero empezaron a dañar la concesión.
Los contratos exigen una fiscalización constante y detallada de las acciones de la concesionaria y, particularmente, del cumplimiento de las mejoras y obras contratadas además del servicio.
La fiscalización no se ha cumplido adecuadamente, pero, independientemente de la cuestionada legalidad de ampliar el contrato, es necesario que sea comprobada antes de dar más plazo sin seguir los lineamientos de ley.
Así como la posesión accionaria de un 20% no es minoritaria en este tipo de empresas —concepto erróneo para justificar la posesión y aparente conflicto de intereses existente—, tampoco deben confundirse ciertas obras mayores con el apelativo de paliativo.
Por ejemplo, el dragado es una cirugía mayor, no un analgésico para el dolor y es, quizás, la más primordial de las obras que se precisan para optimizar el puerto, pero a lo largo de la ejecución del contrato, ha sido un tema recurrente.
¿Cómo pensar que es un paliativo la habilitación de patios y ampliación de carreteras si la infraestructura está en un deplorable estado porque no le han dado el mantenimiento adecuado?
Una carrera cuya meta es incierta comenzó. Se trate de renovaciones o ampliaciones parciales, lo pretendido no es viable, y ya sea para el todo o para una parte, la Contraloría General de la República dice que no es viable.
Es triste la irresponsabilidad que nos trajo hasta aquí, pero más lo es la tozudez de defender ideas que fueron desechadas por ilegales en varias oportunidades.
Corresponde entonces apurar los carteles, hacer el esfuerzo en el Incop —colmado de funcionarios extraordinarios— y prepararnos para lo que venga, porque de todas formas jamás podrá ser más caótico de lo que era el Puerto de Caldera antes de las concesiones.
Paralelamente, es necesario trazar el plan de acción para cuando llegue el plazo fatal del contrato, hacer lo propio en una labor titánica en conjunto con la Asamblea Legislativa para crear el marco legal urgente que dé forma transparente, visionaria y ágil a la solución de esta calamidad que nos ha traído la irresponsabilidad de los últimos años.
Pero parece que se seguirá perdiendo el tiempo en soluciones inviables de una opacidad que tiende a la oscuridad.
El Puerto de Caldera, al igual que Puntarenas, es la abnegada víctima de engaño que sigue tratando de dar lo mejor, pero solo es recordada cuando duele a alguno de sus pretendientes, cuando se observa como botín político o negocio de pocos y que no merece ser conquistada por improvisaciones de legalidad cuestionables.
Las cosas, aunque demoren, deben hacerse bien. Sacar soluciones como conejos de sombreros no es la forma.
El autor fue presidente ejecutivo del Incop.
