
Ese fue el marcador final aquella reciente tarde en que fui testigo de la sorpresiva goleada que sufrieron cuatro teléfonos celulares.
La contienda tuvo lugar en una de las mesas de madera del local de Giacomin ubicado en Plaza Lincoln, Moravia.
Allí se reunió una familia integrada por el papá, la mamá, ambos jóvenes, y una pareja de hijos adolescentes.
Confieso que en cuanto los vi llegar, se me encendió el modo malpensado. Sí, en automático di por un hecho que aquel encuentro sería dominado de principio a fin por las pantallas de los móviles.
Tengo que decir, en mi defensa, que eso es lo que suele suceder en muchos sitios de convivio entre parientes, amigos y compañeros de trabajo. La evidencia salta a la vista, por ejemplo, en restaurantes, cafeterías y bares.
Como si eso fuera poco, cada uno de los miembros de aquella familia se sentó a la mesa con la mirada fija en la nueva chupeta electrónica.
Sí, como si fueran robots programados, halaron las sillas y se sentaron sin necesidad de reparar en los movimientos que estaban haciendo.
Esa escena no me sorprendió, pues, la verdad sea dicha, yo actúo así en múltiples situaciones cotidianas; al mismo tiempo que reviso el WhatsApp, Facebook o los correos electrónicos, busco un libro en el estante, me rasuro o pico cebolla para los huevos del desayuno.
Al igual que los pilotos experimentados, hoy día volamos por instrumentos. No dependemos del modo de observar que imperó antes de que en el génesis tecnológico leyéramos: “Y dijo el dios del chip: ‘Sea el celular’, y vio que era adictivo en gran manera”.
De pronto se impuso una breve pausa para revisar el menú y ordenar bebidas y bocadillos.
¡Desaparecieron los celulares!
Desde la mesa donde yo leía la divertida novela Los seres queridos, del novelista británico Arthur Evelyn Waugh, no alcancé a ver –tampoco me lo propuse– qué hacían en específico aquellas personas en sus teléfonos móviles.
Lo que sí pude observar, con recato y disimulo, fue que padre y madre deslizaban sus dedos sobre las pantallas al tiempo que sus rostros lucían serios. Sus hijos, por el contrario, no paraban de reír y teclear, reír y teclear.
Ocasionalmente, había un pequeño, casi fugaz, intercambio de palabras entre dos o tres de ellos, aunque sin despegar las miradas de las pantallas. ¿Estarán en vías de extinción las conversaciones cara a cara? ¿Serán sustituidas algún día por las pláticas presenciales pantalla a pantalla? Quien sabe…
“Típica reunión moderna”, pensé en un momento en que afloró en mí el fariseo hipócrita que todos los seres humanos llevamos por dentro. Por dicha, reaccioné rápido y me reprendí con “el que esté libre de adicciones que tire el primer celular”.
Me llamó la atención el hecho de que ninguna de esas cuatro personas le mostrara su pantalla a otra. Cada quien estaba concentrado en lo suyo. La burbuja tecnológica.
Así estuvieron unos diez minutos, hasta que una de las meseras de la cafetería se presentó en la mesa con una bandeja cargada con cafés, emparedados y porciones de queque.
Como por arte de magia, los cuatro aparatos pasaron de la mesa a bolsos y bolsillos de camisas y pantalones. ¡Desaparecieron en un dos por tres sin que nadie lo ordenara y sin nada de caritas!
¿Qué significa eso? En mi opinión, se trata de un acuerdo familiar previamente negociado. Algo así como una convención colectiva hogareña.
El resto de la reunión, poco más de una hora, fue dominado por el café y la tertulia. Escuché trozos de anécdotas, chistes, ocurrencias, discusiones, planes, propuestas y risas. También hubo apapachos, caricias y besos.
Sí, los teléfonos móviles impusieron su sistema de juego durante el inicio del partido, pero rápidamente fueron neutralizados y derrotados por un rato de calidad en familia.
¿Saben qué? Me alegra haberme equivocado. Celebré el revés de mi pronóstico inicial con un café y un pastel de chile morrón.
José David Guevara Muñoz es periodista.