
Yo era muy jovencillo. Tendría 22 años. Caminaba por un mercado de Guatemala y vi una talla de madera de un ángel que tocaba una trompeta. No era una antigüedad, pero a mí me pareció bonito. Lo compré. Me lo traje a Costa Rica y lo enseñé orgulloso en mi casa. Pero en la familia González, no coincidieron con mis gustos estéticos. Mami arrugó la frente y hasta hizo una trompa. Papi arqueó las cejas. Mi hermana Julieta dijo “ehhhh”, como si en lugar de un ángel hubiera visto a la muñeca Anabel.
–¿Por qué compró eso? –me dijo mi madre.
–Es como apocalíptico –dijo mi tata.
–Da mala vibra –añadió Julieta.
–¡Qué pereza con ustedes! –dije yo–. Es una artesanía guatemalteca, una talla de madera. Es un ángel moreno, de cara tosca, pelo negro. A ustedes no les gusta porque no es blanquito y de ojos azules, como en las postales de la primera comunión.
Pero ellos negaron que fuera ese el motivo. Dijeron que les daba como mala impresión, porque quién sabe en qué lugar de Guatemala lo habían hecho, quizá en un pueblo donde la gente había sufrido mucho, porque en aquellos años, las noticias de las guerras en Centroamérica estaban a flor de piel. Quizá el ángel traía todo ese dolor para la casa.
Yo no les dije nada. Me lo llevé para mi cuarto, donde estuvo conmigo muchos años. A veces desaparecía de mi mesa de noche. Y no era porque usara sus alas para volar por el barrio, anunciando con su trompeta que venía el final de los tiempos, sino porque mi madre lo cambiaba de lugar para no verlo tanto cuando entraba a mi cuarto.
Poco a poco, el ángel fue cambiando. Primero, perdió la trompeta, como si de tanto estar arrinconado hubiera sentido que su misión de anunciar el fin de los tiempos a todo pulmón había perdido el sentido. Luego… perdió las alas. Se humanizó por completo. Quedó como una persona que tuviera frente a la boca una mano cerrada, como dibujando un cero, o un silencio… un vacío de palabras donde antes hubo una trompeta.
Perdió su sitio en la mesita de noche. Yo mismo me olvidé de él. Acabó guardando polvo en un rincón de una habitación que se usa poco, de esas que terminan siendo más una bodega que un espacio habitado por los vivos, marginado de las anécdotas cotidianas.
Hace un mes hubo en casa una fuga de agua. El plomero dijo que había que romper la pared para arreglarla, y que el sitio exacto de la perforación era en dicha habitación del olvido. Hubo que remover libros, cajas, chunches. Y apareció en un rincón el ángel humanizado.
–¿Qué hacemos con esto? –preguntó mi madre.
Yo, viendo la talla tan demacrada y olvidada, y contrariando mi hábito de acumulador, dije: “Diay, saquémoslo a la calle con la basura. Tal vez alguien se lo lleve”.
Dicho y hecho. A mi madre se le iluminó el rostro. No había terminado yo de poner punto y seguido a mi frase cuando ya el ángel estaba en la acera, metido en una caja.
Horas más tarde, tocaron el timbre. Yo salí a abrir. Era Alejandro, un indigente que suele llegar a casa a pedir comida y que siempre me acompaña tres cuadras para conversar y pedirme una monedita. Cada cierto tiempo, Alejandro siempre me hace la misma pregunta:
–Jefecito… ¿hoy estoy oliendo muy feo?
–No Alejandro. ¿Por qué?
–Es que hay gente que me dice eso y otras cosas.
–Tranquilo, Alejandro. No les haga caso. Oiga, hoy no tengo una moneda. ¿Pero sabe qué tengo para usted?
Miré al ángel en la caja. Sentí como un impulso. Le dije:
–Un ángel para que lo cuide. Lléveselo. Es suyo. Estoy seguro de que ese ángel lo puede entender a usted.
–Gracias, jefecito –me dijo Alejandro. Tomó el ángel y se lo llevó.
A la mañana siguiente, llegaron a casa Rosemary, la señora que nos ayuda con la limpieza, y Chela, su hija. No habían terminado de llegar, cuando Rosemary me dijo:
–Ay, Rodolfo, vieras. Los indigentes se llevaron el ángel. Lo tienen en un murito, cerca de donde ellos duermen, con una botella de cerveza al lado. Cuando yo lo vi, pensé: si Rodolfo ve esto, se muere. ¡Un ángel tomando guaro! Entonces lo agarré y me lo llevé. Lo boté en el basurero del banco.
Cuando Rosemary me dijo eso, yo sentí como que se me iba la sangre a los pies.
–¿En el basurero del banco? –le dije –¡No, Rosemary, no! ¡Yo se lo regalé a Alejandro para que lo protegiera! ¡La botella de cerveza seguro era una ofrenda, o que estaban compartiendo con él lo que les había pasado en el día!
Me imaginé al ángel tirado en el basurero de un banco, entre estados de cuenta de tarjetas de crédito, papeles con el numerito del turno de atención en servicio al cliente, y pensé que no podía ser ese un lugar más triste para mi despreciada talla guatemalteca y más poco sensible a su condición. Lo prefería entre cervezas, cartones, historias de los olvidados de Alajuela.
Chela vio eso en mi cara y salió en carrera a recuperar al ángel. A los minutos, regresó con la talla. La tomé en mis manos como si fuera el hijo pródigo que regresaba a casa.
–¿Lo pongo de nuevo en la caja de la basura? –me dijo Chela.
Pero ya no tuve valor para deshacerme de él. Llegué a casa y lo puse en el fondo del patio, para que no le estorbara a mi madre y a mi hermana. Cuando ellas se enteraron de que el ángel caído había llegado de nuevo a casa, y de que había estado toda la noche entre indigentes, por poco les da un infarto. Empezaron a buscarlo como la Santa Inquisición lo habría hecho con una bruja, por supuesto para quemarla.
Pero él está tranquilito. Fue Chela misma la que, viendo la intensa búsqueda y temerosa de que lo encontraran y lo desaparecieran, lo escondió de la Inquisición, paradójicamente en el único lugar que encontró: un asador de carne. Allí está guardadito.
Tengo que devolvérselo a Alejandro. O quizá no. El motivo lo puso la misma Chela cuando me dijo: “Cuando lo encontré en el basurero del banco, me dio una gran nostalgia”.
Yo le dije a Chela que había sentido exactamente lo mismo. Es que aquel ya era un ángel con una historia: lo había perdido todo, como Alejandro: dignidad, trabajo y alas. Pero seguía vivo, con un grito silencioso en la mano cerrada que besan sus labios, donde antes hubo una trompeta.
Rodolfo González Ulloa es docente en la Universidad Técnica Nacional (UTN) y en la Universidad de Costa Rica (UCR). Es periodista, narrador oral y escritor.