
En marzo de 2025, durante una feria de emprendimientos en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Costa Rica (UCR), un grupo de estudiantes provida quiso participar con el lema “Abortar es matar”.
Aunque contaban con autorización para instalar su stand, la Asociación de Estudiantes de Ciencias Políticas les exigió retirar parte del mensaje por considerarlo ofensivo.
Ante su negativa, y en un claro ejemplo de cancelación promovido por la cultura woke hacia quienes piensan diferente, les retiraron las mesas y sillas, con lo cual se canceló de hecho su derecho a participar en la actividad.
Ante esta arbitrariedad, los estudiantes interpusieron un recurso de amparo que la Sala Constitucional resolvió por unanimidad a su favor (sentencia 2025-032460), al confirmar que se había vulnerado la libertad de expresión y de pensamiento de los estudiantes. El fallo, además de ordenar su indemnización, reafirma el valor del pluralismo y la libertad ideológica en los espacios públicos y universitarios del país.
La cultura ‘woke’ de la cancelación
La cultura woke surgió como un movimiento de conciencia social contra la injusticia y la discriminación, pero ha degenerado en una forma de intolerancia que, bajo la bandera de la corrección moral, busca silenciar y excluir a quien piensa diferente. En su expresión más extrema –la cultura de la cancelación– utiliza el miedo y el linchamiento público como herramientas de control ideológico.
El episodio ocurrido en la UCR lo evidencia con claridad: en nombre de una supuesta sensibilidad progresista, se censura incluso la defensa de la vida, que pasa de ser un acto ético y compasivo a ser considerado una ofensa moral. Así, la cultura woke ha terminado por invertir los valores que decía proteger.
Censura de facto
El caso de la UCR demuestra que el reconocimiento formal de la libertad de expresión resulta insuficiente cuando, en la práctica, los valores o convicciones manifestados se apartan de los parámetros ideológicos que ciertos grupos consideran aceptables. En tales circunstancias, emerge una censura de facto ejercida no por el Estado, sino por colectivos que asumen el rol de guardianes de la corrección política.
La cultura woke opera precisamente mediante estos mecanismos de presión social, en los que la persecución, la exclusión o el desprestigio sustituyen al diálogo y al razonamiento. En su versión más radical, el wokismo (wokism, en inglés) promueve un clima de intolerancia y temor que inhibe la libre expresión de las ideas, desplazando el debate racional por la descalificación y la cancelación de quienes disienten. Define qué discursos son legítimos y cuáles deben ser censurados.
Esto quedó claro en el caso comentado. No hubo debate sobre los argumentos a favor o en contra del aborto, sino una acción directa de exclusión: se impidió la participación de los estudiantes simplemente por el contenido de su mensaje. Resulta todavía más paradójico si consideramos que esto ocurrió en una universidad, un espacio que, como ningún otro, debe fomentar el aprendizaje mediante la confrontación de ideas. El resultado es una pérdida para la universidad y para la sociedad en su conjunto.
La Constitución está primero
Afortunadamente, la sentencia de la Sala Constitucional demuestra que el wokismo no puede erigirse por encima de la Constitución Política (CP). La libertad de expresión no depende de la aprobación mayoritaria ni del grado de aceptación social de las ideas; su esencia radica en proteger las opiniones impopulares, incómodas o contracorrientes.
La Sala, en armonía con el artículo 28 de la Constitución, recordó que solo por razones justificadas y proporcionadas se puede limitar el ejercicio de este derecho, y que ninguna autoridad –pública o privada– puede censurar expresiones por el mero hecho de discrepar de su contenido moral.
A favor de la vida intrauterina y la familia
Este fallo confirma que el Estado de derecho puede y debe actuar como límite frente a las prácticas de cancelación ideológica. Cuando la cultura woke degenera en intolerancia, corresponde a los tribunales restablecer el equilibrio entre libertad y respeto, asegurando que la pluralidad política, económica, social y cultural no se reduzca a un eslogan, sino que se traduzca en convivencia efectiva.
Asimismo, reafirma que las personas que trabajan por la protección de la vida intrauterina y de la familia no solo tienen derecho a existir en el espacio público, sino que ese derecho está protegido constitucionalmente, aun frente a presiones sociales que busquen acallarlo.
En definitiva, la verdadera tolerancia democrática no consiste en silenciar las ideas que incomodan, sino en reconocer que el debate entre convicciones diversas –tesis y antítesis– enriquece la vida pública y fortalece el bien común. La pluralidad moral no es una amenaza, sino el signo vital de una sociedad libre.
Por eso, cuando una universidad –esa institución dedicada al pensamiento crítico y a la formación de la conciencia– excluye el disenso bajo la bandera de la corrección ideológica, traiciona su propia misión y renuncia a su deber de ser faro de la razón.
La Sala Constitucional lo recuerda de manera inequívoca: en una república democrática, nadie puede ser cancelado por pensar diferente, ni siquiera cuando la verdad resulta incómoda o molesta para algunos. La intolerancia intelectual, disfrazada de rectitud ideológica, no solo amenaza a quien discrepa, sino que socava los cimientos mismos de la libertad académica y del debate público (vid. arts. 1, 21 y 28 CP).
Alex Solís Fallas es abogado constitucionalista y fue contralor general de la República.