
¿A qué olerá este libro? Es la primera pregunta que me hago segundos antes de extraer un ejemplar del espacio que ocupa en alguna librería.
Recreo la escena en su fase final: tomo el volumen, lo abro aleatoriamente, lo acerco a mi rostro y de manera disimulada sumerjo mi nariz entre sus páginas, pues antes de leerlo me gusta oleerlo: que la primera impresión cabalgue sobre el sentido del olfato antes de galopar a lomo de lectura.
En mi modesta opinión, el placer de leer comienza en las fosas nasales. Cuantos más sentidos incluya la lectura, más placentera y completa será esta experiencia. ¡Todo suma a la hora de leer!
Así lo he experimentado muchas veces; recientemente con la Antología de poemas visuales, del español Joan Brossa (1919-1998), publicado por la editorial Visor.
Ese volumen de 88 páginas sedujo a mi nariz con la inconfundible fragancia del humo. No descarto la posibilidad de haberme conectado de inmediato con el encanto que ejercían en mí las hogueras que una vecina de la infancia encendía para quemar las hojas secas del solar.
Me sentía feliz en cuanto veía aparecer las llamas y, más aún, cuando la humareda se transformaba en una gris y gruesa serpiente que intentaba llegar al cielo.
Quizá me remonté también a las innumerables fogatas que vi y olí en campamentos de verano, piras en las que las chispas revoloteaban como luciérnagas.
Disfruto mucho el olor de Poemas que Rubén te daría, con prólogo del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, ilustrado por Adián González Rizo y publicado por el sello La Jirafa y Yo.
Huele al viejo ropero de madera que tenía tío Chida, Rafael Ángel Arguedas Cabezas (1898-1986) en su habitación. En ese mueble guardaba pantalones y camisas color caqui, sacos de corduroy, corbatas, corbatines, sombreros, zapatos, armas de fuego, relojes, pijamas, ropa de cama, una guitarra, espuma de afeitar y una afilada navaja de barbero.
Sí, lo que solemos llamar olor a viejo o a guardado.
Me sumerjo a oleer (la unión de “oler” y “leer”) ese libro cada vez que echo de menos a mi querido y pícaro tío abuelo.
Zacate recién cortado
Uno abre los libros con la idea de leerlos, pero pronto cae en la cuenta de que la experiencia es más rica, expande el universo de la imaginación, si primero dedicamos tiempo a oleerlos: darles lectura con el olfato.
He tropezado en diversas librerías (jardines del Edén abundantes en esencias) con libros cuyas páginas despiden el exquisito perfume del petricor: el olor que produce la lluvia al caer sobre tierra seca. Esta palabra proviene del griego antiguo: petros (piedra) e icor (líquido que corre por las venas de los dioses).
Me he deleitado también con novelas fragantes a limón ácido, naranja malagueña, mermelada de guayaba, café maduro y pan tostado; cuentos olorosos a whisky ahumado, tabaco para pipa, colonia after shave, maletín de cuero y tinta para pluma, y poemarios que parecen exudar aceite de oliva, yogur de arándanos, culantro coyote y agua de pozo.
Sin embargo, uno de mis olores editoriales favoritos es el del zacate recién cortado. No lo pienso dos veces para dejarme atrapar por las hojas de papel maquilladas con tinta y perfumadas con gramilla de jardines y parques recién rasurados.
Puedo dar fe de lo que es oleer las aventuras de un Quijote de restos de césped, un Sancho Panza de trozos de tréboles, una Dulcinea con cabellera de dientes de león picados y un gigante tejido con despojos de la yerba o monte que los ticos llamamos gallitos.
¿A qué olerá este libro? Una pregunta que tiene tantas respuestas como lectores hay, pues en las páginas que a mí me huelen a mandarina, Susana percibe el aroma del chocolate, en tanto que Humberto detecta la fragancia del tequila y Rocío asegura que ese ejemplar tiene perfume a bosque húmedo.
¡Bienvenidas esas diferencias! Lo importante es oleer; anímese a hacerlo, pues cuando usamos el olfato, el placer de leer tiene más sentido.
José David Guevara Muñoz es periodista.