La relación franco-germana siempre ha sido complicada, y nunca ha estado libre de conflictos y tensiones. Que la cooperación entre estos dos países clave de la Unión Europea es necesaria y que beneficia a todo el bloque, lo comprenden todos. Pero aun así, nunca han terminado de superar sus diferencias actuales e históricas.
Una de las razones es que Francia y Alemania tienen un grado de fortaleza similar, pero en dimensiones diferentes. Durante el proceso gradual de unificación europea que se desarrolló en las últimas siete décadas, Alemania (dejando a un lado su división entre 1945 y 1990) fue poderosa en lo económico, pero insegura en lo diplomático.
Francia, en cambio, hizo alarde de fortaleza militar y cultural y de una tradición ininterrumpida como potencia europea. Tras la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, Charles de Gaulle le dio mucha importancia a reafirmar la renovada confianza de Francia en sí misma.
Alemania fue todo lo contrario. Al final de la Segunda Guerra Mundial, era una potencia fallida con reputación de iniciar desastres europeos. El Estado y la cultura alemanes se habían vuelto sinónimo de la total bancarrota moral de la era hitlerista.
Los nazis habían arrastrado a Alemania a un estado de barbarie; y usando tecnologías modernas y teorías pseudocientíficas habían cometido un genocidio contra los judíos europeos, los romaníes y otras comunidades y devastado grandes áreas del continente europeo. En síntesis, los alemanes tuvieron a Hitler, que los condujo a un abismo y les dejó un legado duradero de vergüenza, mientras que los franceses tuvieron a De Gaulle, salvador de la nación en su hora más oscura.
Por cierto, ambos países compartían una enemistad de más larga data. Ya antes de la Segunda Guerra Mundial estas dos potencias se habían combatido por varios siglos (y en esto tuvo mucho que ver el hecho de que Alemania contribuyó al ascenso del protestantismo, mientras que Francia siguió siendo un bastión del catolicismo).
Nuevo orden europeo
Francia tiene una larga tradición como Estado nacional, mientras que la primera unificación política de Alemania tuvo lugar muy tarde, en 1871. Para lograr la integración exitosa de la Alemania posnazi a un nuevo orden europeo había que superar toda esa historia: mientras existiera la menor posibilidad de que la hostilidad franco-germana se repitiera, una paz duradera sería inalcanzable.
Felizmente, Europa consiguió establecer un nuevo esquema de seguridad, con la ayuda decisiva de Estados Unidos, comenzando por la fundación de la OTAN en 1949, seguida por la formación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951.
De allí se pasó a la creación en 1957 de la Comunidad Económica Europea y luego a la reunificación alemana en 1990. El canciller alemán Helmut Kohl y el presidente francés François Mitterrand tuvieron un importante papel en la redacción del Tratado de Maastricht, que con su entrada en vigor en 1993 fue el inicio formal de la UE.
Hoy Alemania y Francia siguen siendo los dos países más grandes y poderosos de la UE, tanto en términos de población como por el tamaño de sus economías. Francia también es una potencia nuclear y miembro permanente (con poder de veto) del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Cuando Francia y Alemania van en la misma dirección, en general, logran que el resto de Europa las acompañe.
Esa unidad y esa determinación se han vuelto más importantes que nunca desde que el presidente ruso, Vladímir Putin, lanzó su guerra no provocada de agresión contra Ucrania. Si a esto se le agrega la posibilidad de que el expresidente de los Estados Unidos Donald Trump regrese a la Casa Blanca, el imperativo de reforzar las defensas europeas se vuelve todavía más urgente.
Para ello, una de las prioridades más inmediatas es preservar la independencia y soberanía de Ucrania, algo que debe ser objetivo central de la visión estratégica de los líderes de Francia y Alemania. Pero en vez de eso, los gobiernos de los dos países más influyentes de Europa han dado en los últimos tiempos muestras públicas de divergencia.
Hace unas semanas, el presidente francés, Emmanuel Macron, dijo que no descartaba el envío de tropas a Ucrania, lo que motivó una reprimenda directa del canciller alemán, Olaf Scholz. Ahora ambos líderes, junto con el primer ministro polaco, Donald Tusk, están haciendo malabares para volver a presentar un frente unido. Seguramente el daño autoinfligido hace las delicias de Putin.
Nuevas reglas básicas
Lo último que necesita Europa es ponerse a discutir quién es aquí el más bonito, el más fuerte o el que más manda. Tenemos ante nosotros una guerra de conquista que ya ingresó a su tercer año. Rusia quiere borrar a su vecino del mapa. Lo que está en juego no es solamente la libertad de Ucrania, es la totalidad del continente europeo.
Los gobiernos de Francia y Alemania tienen que establecer nuevas reglas básicas. Toda disputa entre ellos tiene que resolverse a puertas cerradas, y nadie debe emitir declaraciones públicas sin acuerdo previo. Que los principales líderes de la UE se contradigan es música para los oídos de Putin.
Vivimos en tiempos extraños. Si Putin se sale con la suya en esta guerra, es seguro que continuará hacia el oeste. Y Europa podría tener la mala suerte de desayunarse en noviembre con la noticia de otra presidencia inminente de Trump. Estaríamos atrapados entre una Rusia imperial belicista y un Estados Unidos aislacionista. Y si en ese momento Francia y Alemania se siguen peleando en público, una situación que ya es peligrosa podría tornarse mucho peor.
Joschka Fischer, exministro de Asuntos Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y el 2005, fue durante casi veinte años uno de los líderes del Partido Verde Alemán.
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