
El domingo 14 de marzo de 1926 ocurrió el peor accidente en la historia de Costa Rica. Ese día, temprano en la mañana, un tren cargado de peregrinos en viaje hacia Cartago descarriló después de pasar el famoso puente del Virilla, a medio camino entre las ciudades de Heredia y San José.
De los seis coches, los tres últimos, repletos de creyentes de Alajuela, se salieron de la vía: uno de ellos se precipitó al vacío, en tanto que los otros dos quedaron colgando, destruidos, en una pendiente que da al río. Resultado: aunque nunca se supo el número exacto de víctimas, los cálculos más acertados hablaban de cerca de 250 muertos y 90 heridos. Algo impactante en un país pequeño como Costa Rica, en donde hechos así eran poco o nada frecuentes.
El tren había salido de Alajuela, hacia las 07:30 horas. Los tres coches que llevaba iban repletos, según parece, con gente proveniente en su mayoría del barrio de San José. Los tiquetes se habían vendido como pan caliente, al atractivo precio de un colón y cincuenta céntimos (moneda no por los suelos, como ahora).
Al pasar por San Joaquín de Flores, el tren recogió a unos cuantos pasajeros y volvió a parar en Heredia, donde se le agregaron otros tres coches, que se llenaron igualmente al tope, al extremo de que pasillos y balcones no daban abasto con su carga humana.
En Heredia, el conductor decidió dejar los tres coches con gente de Alajuela al final del convoy (decisión que resultaría fatal para los alajuelenses). A su paso por Santa Rosa de Santo Domingo de Heredia, el tren ni siquiera se detuvo para recoger otros pasajeros con tiquete en mano, los que se mostraron irritados con el maquinista por esta decisión (según relataron después, el tren iba a una velocidad excesiva).
Hubo, parece, una sobreventa de tiquetes y hasta en una posterior investigación se sospechó sobre la sobriedad de los conductores. Lo que sí parece demostrado es que el tren tomó la curva que precede al puente sin disminuir su velocidad, por lo que la inercia de toda esa masa del tren, más la aportada por la excesiva carga humana, hizo que los tres últimos coches descarrilaran.
La escena del desastre era espantosa: decenas de cuerpos estrellados contra el fondo rocoso del río (a unos 60 metros); otros tantos colgando de alguna estructura o de la copa de los árboles, o prensados entre los coches destrozados. Agréguense a eso los gritos de los heridos y de los moribundos, a lo que luego se sumarían los desesperados llamados de los sobrevivientes en busca de algún pariente o amigo desaparecido.
Algunos, prevenidos, se habían lanzado de los coches y salvaron la vida con algunas magulladuras; no lo logró, en cambio, el pobre joven limpiabotas, que quedó tendido bocarriba sobre una roca, como muestra una de las fotos de entonces. Las aguas del río se tiñeron rápidamente con el rojo vivo de la sangre de las víctimas.
El nombre de tragedia, aplicado a este suceso, no es, en modo alguno, exagerado. Y, como ella, han ocurrido otras muchas, por miles, a lo largo de la historia de la humanidad.
Por tanto, no es necesario remontarnos al pasado para encontrar ejemplos conmovedores, como es el caso narrado, en que fieles de distintos credos son víctimas de acontecimientos que ponen a prueba la omnipotencia, la misericordia y el amor atribuidos a sus respectivos dioses. No hay duda de que los viajeros en ese tren participaban de la fe inconmovible que caracterizaba a los católicos costarricenses de entonces, pues también se aprovecharía el viaje para visitar la basílica de los Ángeles, en Cartago.
Así, pues, el 14 de marzo de 1926 se recordarán los 100 años de la tragedia. El recuerdo ha persistido siempre en nuestro imaginario colectivo. Las fotos muestran el gentío que se acercó al lugar desde San José y otros lugares, tan pronto se conoció la noticia. Desde entonces, hubo muchas hipótesis para explicarla.
A pesar de todo, quedaron muchas dudas sin resolver. Algo confirmado es que sí hubo una sobreventa de tiquetes, y uno se pregunta: ¿se investigó a los organizadores y beneficiados por esa grave falta? ¿Quiénes eran?
En cuanto al maquinista y otros en funciones ese día, ¿cuál fue su papel en el desastre? ¿Hubo alguna negligencia de la compañía (la inglesa Northern Railway Company) en lo referente a la supervisión de la venta de tiquetes y en la capacidad del convoy, en el estado de los rieles, la máquina y sus coches, y en la topografía misma del lugar? No puede olvidarse la pendiente y la curva en ambas orillas, porque a ambos lados del puente, curvas y pendientes eran –y siguen siendo– apreciables.
En fin, el accidente mereció muchos reportajes en los medios de comunicación de la época y hubo muchos testigos (sobre todo, supervivientes) cuyas declaraciones deben formar ahora un abundante archivo.
Hoy contamos también con una gran cantidad de profesionales en campos como la ingeniería, la física, la estadística, la sociología, la historia, el derecho y el periodismo de investigación, por mencionar unas cuantas disciplinas, que pueden ayudarnos a esclarecer aspectos que, hasta la fecha, increíblemente siguen en la oscuridad.
Es de esperar que, a falta de menos de un año, el suceso sea recordado públicamente en su centenario con la seriedad y la consideración que este duelo nacional merece.
Hugo Mora Poltronieri es ensayista y profesor jubilado de la UCR.