
Las celebraciones para marcar el fin de la Segunda Guerra Mundial este año han copado la agenda de noticias. Dos grandes grupos de países se han reunido: por un lado, Occidente, con actos en Londres, París y Berlín, que culminaron en una importante conferencia en Kiev en apoyo a Ucrania. Por otro lado, en Moscú, una serie de jefes de Estado asistieron por invitación del líder del Kremlin, Vladimir Putin. En la tribuna de la Plaza Roja, vimos a Xi Jinping; a Lula da Silva, de Brasil, y a Nicolás Maduro, de Venezuela.
Estados Unidos fue el gran ausente, tanto en Europa como en Rusia. El gobierno estadounidense organizó una sencilla ceremonia en el monumento respectivo en Washington D.C., sin que se haya reportado la participación del presidente, Donald Trump.
Las celebraciones en Europa compartieron un sentimiento común: probablemente esta sería la última gran conmemoración con la participación de supervivientes del conflicto. Muchos intelectuales y periodistas se preguntan ya sobre el impacto que tendrá la desaparición de ese relato vivo; cuando solo queden los libros de historia para contar lo que fue el horror.
En lo personal, creo que la forma en que se celebró el fin de la guerra contra el fascismo revela que la ausencia de los supervivientes ya está teniendo graves consecuencias. Ninguno de los líderes mundiales o sus asesores parece tener plena conciencia de lo que significó verdaderamente la guerra: tal vez comprenden sus consecuencias políticas, pero no la magnitud de sus horrores.
La Carta de la ONU, en su preámbulo, comienza con una frase que no deberíamos olvidar: “Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles…”
La ONU nació del compromiso de líderes que habían vivido, en carne propia, dos guerras mundiales. Su objetivo era claro: evitar nuevas guerras mediante el diálogo, el consenso y la construcción colectiva de la paz.
Hoy, al ver tres celebraciones separadas entre antiguos aliados –en diferentes capitales, con agendas divergentes– es evidente cuánto se ha roto el consenso que permitió administrar la paz global, incluso entre tensiones y excepciones. Peor aún: parece que ni siquiera existe ya el espacio para compartir, conversar y reafirmar los valores de la paz.
Pocos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial, los países firmaron también la Constitución de la Unesco, que proclama: “Puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz”. Y añade: “La incomprensión mutua de los pueblos ha sido motivo de desconfianza y recelo entre las naciones, y causa frecuente de guerra”.
La Unesco entendió que la paz no solo se construye en la política internacional, sino también en la educación, la cultura y el entendimiento mutuo.
Sin embargo, casi 80 años después, parece que líderes y pueblos olvidan esas lecciones. Algunos incluso parecen querer volver al punto de partida. La guerra nunca ha sido una solución y cada civilización que se ha hundido en ella ha tratado de advertirlo a las generaciones futuras. Pero cuando mueren las voces de quienes vivieron la guerra, muere también la urgencia del mensaje.
Hoy oímos discursos fragmentados en los que se justifica poco a poco el conflicto. La búsqueda de la paz ha desaparecido de la agenda política. En los medios abundan noticias de guerras comerciales, ataques y contraataques, pero escasean los llamados al diálogo. Esta tendencia no solo es global, sino que se repite en las dinámicas locales de muchos países.
En estos primeros 80 años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, es urgente volver a sentarnos a la mesa. No es necesario romper la casa común para reconstruirla después. Siempre hay espacio para agregar una silla, ampliar la mesa y compartir el pan.
No permitamos que la casa de todos sea destruida, para luego descubrir que era más sencillo haber abierto la puerta y haber elegido compartir la paz.
jsainz@upeace.org
Juan Carlos Sainz Borgo es vicerrector de la Universidad para la Paz, Naciones Unidas.